Hace ahora algo más de cien años, don Pío Baroja, entonces un joven periodista, ironizaba en un artículo sobre el término, entonces muy en boga, de “regeneración”. A su entender, se trataba de un concepto vacío, que cada cual rellenaba a su gusto. Para Sagasta, a la sazón en el gobierno, no era, sostenía Baroja, más que una forma de aferrarse al poder. Para Silvela, por aquel tiempo en la oposición, la regeneración era el portillo por el que pretendía acceder al poder que no tenía. Y para Weyler, el más notorio espadón de la época, la vía para convertir el país en un cuartel sometido, claro está, a su férreo mando.
Ha corrido mucha agua bajo los puentes y la regeneración vuelve a estar en boca de todos y realizada en ninguna parte. De hecho, los trescientos y pico días de discusiones al respecto se saldan con la confirmación en su puesto del presidente cuya remoción, según proclamaban en campaña aquellos que representan a muchos más de la mitad de los votantes, era la conditio sine qua non de la tan traída y tan llevada regeneración de nuestro país.
Puede decirse que Rajoy, en su papel de Sagasta, esto es, de inquilino del palacio del poder, ha triunfado en toda regla, tras lograr que se imponga una regeneración tan en minúscula y tan en cursiva que le permite renovar su mandato sin apenas pedirle contrapartidas y con la cuasi absolución de la culpa in vigilando que pudiera incumbirle por la corrupción que bajo las siglas de su partido ha ido aflorando a lo largo del último lustro. Habrá a quien no le guste, pero el líder del PP ha sido claro y da, así, lo que ofreció al presentarse y pedir el voto a los españoles.
Más discutible es el papel de los demás, tan doblemente desairado que ni se han salido con la suya ni han sido capaces de dar a sus electores lo que en campaña prometieron. Muy por debajo de las expectativas ha quedado la regeneración que al final ha sido capaz de imprimir Ciudadanos, reducido al papel de fuerza auxiliar del gran superviviente del bipartidismo y en penosa digestión del sapo de investir a quien decían no querer por nada del mundo. Al nivel de la nada más absoluta queda la regeneración ofrecida y ni siquiera esbozada desde las filas del PSOE, con un candidato con las alas tan emplomadas que, cuando quiso amagar un vuelo, vio cómo lo estrellaban de forma preventiva para convertir millones de votos recaudados bajo el reclamo del “no” en una abstención apocada y ominosa.
Dicho lo anterior, el que menos ha regenerado la política española, al final, ha sido el partido revelación: ese que quiso y en buena medida supo acopiar en sus alforjas la pólvora que extrajo del descontento y la indignación de amplios sectores de la población española el movimiento del 15-M. Haciendo balance de lo que con ese arsenal se ha logrado hasta aquí, y previendo lo que nos puede deparar la legislatura larga o corta que echa a andar, a Podemos la pólvora se le ha ido en salvas. No dejará de flotar en el aire la pregunta de si, de ser otros sus líderes, y otro su talante, no podrían haber resultado menos inocuos.