Cuando el Congreso invistió a Mariano Rajoy como lo invistió, en un debate que acabó rezumando odio y vergüenza, yo estaba tan lejos de allí como podía. Por salud política y mental. El mismo día de la votación me largué con mi chico al balneario La Hermida, en Cantabria. La gloria. El día antes no pude distanciarme en el espacio pero sí en el tiempo: me pasé por la librería Traficantes de Sueños, al ladito de Tirso de Molina. Nombraban yayaflauta de honor a la abogada, escritora y veterana feminista Lidia Falcón.
Yayaflauta… feminista… Suena todo como muy antiguo, ¿no? En el altillo de la librería te encontrabas a gente indiscutiblemente talludita, en su mayoría cosecha de los años 40 o 50, muchos vestidos con unos curiosos chalecos reflectantes, similares a esos que llevan los agentes de movilidad. Es el uniforme de los yayoflautas.
Les miré con curiosidad. Había mucha fe metida en el puño de aquella sala. Eran todos gente estragada por utopías que de una manera o de otra les han dejado con un palmo de narices. Gente que simplemente ya no cabe en el mundo. Me di cuenta así de sopetón. ¿Se acuerdan de que hace poco entrevisté aquí mismo, en EL ESPAÑOL, a la supereditora Ymelda Navajo, y estuvimos hablando de Oriana Fallaci? ¿De cómo ella siempre tuvo razón hasta cuando se equivocaba?
Ese maldito 15 de septiembre de 2006, cuando Fallaci murió y cuando yo supe de su muerte, sencillamente me derrumbé. Lloré sin parar tres días seguidos. A veces todavía lloro por ella. Sin ella. Se me vino encima un mundo donde no parecía quedar nadie a quien querer parecerme.
Hasta hace poco. Es cuento largo cómo y por qué descubrí a esa fuerza de la naturaleza que es Lidia Falcón. El otro día en la librería, oyéndola hablar y decir muchas y grandes cosas, reconocí al mismo tipo de magnífica, indomable bestia parda, que Oriana Fallaci fue y representaba.
Yo no estaba necesariamente de acuerdo con todas y cada una de las muchas y grandes cosas que Lidia decía. Con todas, no. Yo no creo por ejemplo que todo se arregle pidiendo una tercera república o echándole la culpa de todo al capital. Me temo más bien que el fondo del terrible asunto que nos ocupa está en la desoladora, profunda inanidad humana –salvo excepciones…- contra la que fatídicamente se estrella tarde o temprano todo ideal. Toda grandeza es estremecedoramente minoritaria. Y así no hay quien pueda.
En un momento dado una Falcón cabreadísima con la que está cayendo pintó un futuro mundial dantesco “¡en el que sólo sobrevivirán las cucarachas!”. Y una vocecilla anónima al fondo de la sala apostilló: “…y Rajoy”. Risas. Pero era verdad. Y lo era más que nunca en aquel preciso día y momento.
Veinticuatro horas después, sólo veinticuatro, a otra mujer que también aprecio y respeto sin necesidad de compartir todas y cada una de sus ideas y creencias, la escritora y diputada de Ciudadanos Marta Rivera de la Cruz, la llamaron puta a la salida del Congreso. La llamaron puta por haber votado sí a la investidura unos y unas (¿se dice así? ¿se piensa asá?) que se consideran el ombligo de la democracia y la sal de la tierra.
Pero toda la sal de la tierra que yo conozco estaba a años luz del Congreso. Estaba por ejemplo en ese altillo de una modesta, descarada librería libertaria al lado de Tirso de Molina. Allí al menos se respiraba sincero músculo utópico. Honesto sufrimiento porque el mundo no sea mucho mejor. Ni un solo héroe se acercó a la puerta de Cedaceros. Allí sólo estaban los hijos de puta que confunden a cualquiera con su madre.