Días atrás me contaba una buena amiga la siguiente anécdota de la chica que trabaja en casa de su hija. (Aviso de antemano que es absolutamente real aunque les pueda parecer imaginaria.) La citada muchacha, de unos 20 años, le había preguntado una mañana a Paloma -que es como se llama la hija de mi amiga- si el que estaba con el rey de España, en una de las fotos de la cómoda, era su marido cuando era chico.
“¿Con el rey de España?”, le preguntó sorprendida Paloma.
“Si, esa foto de ahí, en la que se ve a ese señor de las barbas”.
“Pero ese no es el rey de España. Es uno de los Reyes Magos. Es Melchor”.
“¡Ah, los Reyes Magos!”, exclamó la chica un tanto sorprendida.
“Es una foto que le hicieron de pequeño, cuando sus padres lo llevaron para que los conociera”.
“¿A Melchor?”
“¡Sí -le dijo Paloma-, a Melchor, a los Reyes Magos!”.
“Ya, ya”.
“Bueno, los Reyes Magos, ya me entiendes; tú ya sabes quiénes son de verdad los Reyes Magos ¿no?”, insistió la hija de mi amiga.
“Pues claro que lo sé: Melchor, Gaspar y Baltasar”.
“¿¡…!?”.
“¡Lo que me parece muy raro -le soltó la desconfiada muchacha- es que todavía vivieran los Reyes Magos cuando su marido era pequeño!”.
Paloma se quedó estupefacta al comprobar que la chica no le estaba tomando el pelo y hablaba completamente en serio. Mi amiga, cuando se lo contó su hija, también. Y yo, tras unos segundos de perplejidad al enterarme de esta conversación a camino entre el surrealismo, la sorpresa infinita y el cuento de Navidad, no pude por menos que esbozar una pequeña sonrisa y pensar que este denostado mundo nuestro todavía puede tener solución.
Pensar que Melchor, Gaspar y Baltasar son casi eternos o vuelven realmente todos los años para llenar de regalos los calcetines de los niños de medio mundo, o que Papá Noel baja sistemáticamente por la chimeneas del otro medio mundo la noche de todos los 24 de diciembre con el mismo propósito que los anteriores, no es un síntoma de ignorancia, aunque lo pueda parecer, sino de una lucidez envidiable. Una prueba esperanzadora de que la inocencia, algo que hemos perdido demasiados seres humanos y que a lo peor ya jamás podremos recuperar, puede habitar eternamente en nosotros, al menos en algunos, al margen de nuestra fecha de nacimiento.
No sé quién está más fuera de la realidad, si quien se traga día tras días los informativos de todas las televisiones independientes, los que estiman que Mariano Rajoy es el mejor primer ministro que puede tener este país, quienes piensan que Felipe González no tuvo nada que ver con la defenestración de Pedro Sánchez, quien opina que la economía mejorará un huevo y el paro desaparecerá ahora que por fin tenemos Gobierno, quien está convencido de que todos somos iguales ante la ley, quien bla, bla, bla… o quienes simplemente sueñan con el retorno anual y natural de los héroes del 24 de diciembre y 6 de enero. Yo particularmente me inclino porque los primeros somos muchísimo más ignorantes.
Y es que nos hemos vuelto tan retorcidos, tan incrédulos que no somos capaces de mirar más allá de nuestra corta imaginación. No es que las ramas nos impidan ver el lejano bosque, es que ni tan siquiera somos capaces de ver las hojas de esas primeras ramas. Nos estamos volviendo ciegos a fuerza de no querer ver con los ojos cerrados.
A mi también me gustaría seguir creyendo que los Reyes Magos, los únicos monarcas que considero reales, no son los padres sino Melchor, Gaspar y Baltasar; o que Papá Noel caerá del cielo tiznado de carbón en plena Nochebuena. Me gustaría seguir viviendo en esa inocencia permanente, en ese sueño interminable que nos mantenga alejados de esta realidad que nos distancia de los sueños que ya no son, de los que se perdieron por el camino del desengaño y de los que ya nunca volverán.
Por eso envidio a Rosi, la chica que trabaja para Paloma, la hija de mi amiga.