Días atrás, como viene sucediéndole con cierta reiteración cuando aborda la cuestión femenina, el líder de Podemos, Pablo Iglesias, dio un inoportuno traspiés y se precipitó a un charco más que notorio, del que ni los abnegados esfuerzos de sus subordinados (y subordinadas), ni el hábil aprovechamiento de la torpe acotación de sus palabras hecha con malicia por algún medio, han logrado sacarlo limpio de churretes de barro.
No es más que una anécdota, pero no deja de ser ilustrativa, significativa y digna de comentarse. Cuando dio en arriesgar esa infortunada teoría de la mujer feminizada, Iglesias cayó en ese vicio al que en mayor o menor medida somos dados todos los seres humanos, especialmente aficionados los seres humanos con pasaporte español (con independencia de la nacionalidad que se atribuya nuestro corazón, aquí no hay hecho diferencial que valga) y todavía más proclives los españoles políticos: el viejo y muy desaconsejable vicio de ir por ahí dando lecciones.
Y es que a la hora de dar lecciones hay que medir muy bien a quién. Seguramente hay más de una y más de dos mujeres a las que Pablo Iglesias puede dar lecciones de ciencia política, en la que posee una formación y una competencia nada desdeñables, probadas además en la práctica con la obtención de cinco millones de votos partiendo desde cero. Se le ocurre a quien esto escribe que quizá podría dar también a alguna mujer lecciones acerca de, pongamos por caso, las campañas de Marruecos, un saber estrafalario en el que la vida me llevó a profundizar más allá de lo común y acaso de lo recomendable, y por el que pocas féminas (aunque alguna ilustre hay) muestran interés.
Lo que jamás se nos ocurriría, ni al señor Iglesias ni a mí, salvo que buscáramos exponernos al más atroz de los ridículos, sería creernos capaces de dar lecciones, por ejemplo, acerca de la antigua Roma a una mujer como Mary Beard, o de bioquímica a una mujer como Margarita Salas. Con su declaración, el líder de Podemos ha intentado algo análogo, enseñar no a una, sino a muchas, o a todas las mujeres, algo de lo que cualquiera de ellas puede hablar con mayor conocimiento de causa que él: dónde radica la esencia de la feminidad. Incluso ha llegado a creerse en posesión de criterios para decidir en qué medida una mujer dada vendría a satisfacer, o no, el estándar correspondiente.
Conspicuo patinazo, que ha encontrado la respuesta que no podía dejar de encontrar, en mujeres de todas las tendencias, y la sola indulgencia de las portavoces de sus propias siglas. De todos modos, en la vida todo es relativo, y siempre hay un descalabro mayor con el que aliviarse de los propios. Ha tenido Iglesias la fortuna de que su metedura de pata coincidiera con la revelación de la teoría sobre el feminismo del alcalde de Alcorcón, ese hombre cuyos exabruptos, sólo comparables a la indigencia de su razonamiento, lo han llevado no ya a pisar un charco, sino a tirarse de cabeza a una ciénaga y chapotear en ella.
El quid es lo que las palabras de uno y las de otro dejan ver: la tarea que nos queda, aún, a los varones españoles.