A James Rhodes, el gran pianista clásico que en el fondo no lo es tanto, lo violaron cuando tenía 6 años. Su tormento, causado por su profesor de gimnasia, duró nada menos que un lustro. Lo cuenta todo con extenuante claridad, a veces con mayor detalle del que algunos de sus lectores desearían, en su formidable libro Instrumental.
Bruce Springsteen, otro grande de la música, posiblemente uno de los más brillantes de todos los tiempos, cuenta en su portentosa autobiografía que ha estado tomando antidepresivos durante los últimos 12 o 15 años.
El Jefe llena estadios en todo el mundo y maravilla a sus millones de fans; su talento resulta indiscutible, como irrefutables son las fabulosas conquistas que agrandan su carrera más allá de la cima del rock; sin embargo, el músico de Nueva Jersey admite en Born to run que lucha –lo hace desde hace tiempo- contra la ansiedad y la depresión.
A veces, Bruce pierde esa batalla campal y no puede levantarse de la cama. A pesar de la enorme atracción que suscita en buena parte de los aficionados a la música, a pesar de lo que se podría pensar de alguien que parece hercúleo en todos los ámbitos, ha habido etapas en las que ni siquiera –admite- ha podido tener una erección.
La confesión pública de las intimidades de un personaje desmesuradamente conocido exige muchas cosas. Tal vez, más que ninguna otra, una valentía colosal. La mayoría de las personas intenta que el resto del mundo ignore sus debilidades; y, con todo el esfuerzo necesario, las disimula, las disfraza, las esconde. Solo quienes no tienen nada que temer conservan las agallas suficientes como para contarlas; al difundir sus condenas emocionales en el exterior, las vencen.
El coraje de mostrarte ante el mundo como verdaderamente eres apaga el incendio que se propaga, incansable, mientras intentas ser otro, ése que los demás quieren que seas, o ése que crees que los demás prefieren que seas.
El valor de subrayar las debilidades y exhibirte a plena luz con ellas coloca a estos dos genios musicales tan diferentes en un mismo lugar que, en realidad, se encuentra muy poco concurrido, pues allí no hay casi nadie.
Pero más importante que eso es que llegar a ese territorio extremo les permite abandonar la necesidad de aprobación que ahoga a tantos artistas, a tantas personas. A partir de entonces ya eres tú mismo el que facilita o incluso sugiere la desaprobación de los otros, si bien éstos no saben que, al mismo tiempo, estás conciliando con quien verdaderamente importa, contigo mismo, el origen, las causas.
Con frecuencia, el intento de ser otro, o de mostrarte como otro, surge de la necesidad de batallar la soledad, posiblemente, el gran mal de estos tiempos en los que prevalece la relación tecnológica, vía pantallas y auriculares, entre los humanos.
Eugéne Ionesco, el gran dramaturgo del absurdo, sostenía que no sufrimos de la soledad, sino de la ausencia de soledad; de toparnos con el fenómeno de hallar la peor compañía en nosotros mismos.
Cuando Rhodes y Springsteen se encuentran su peor yo recurren al coraje. Entonces exorcizan sus demonios extrayéndolos de sus océanos interiores y exponiéndolos donde todos puedan verlos. Precisamente es allí, a la vista del mundo entero, donde, al final, tras una cruzada ciclópea, los abaten.