En el periódico del mismo día uno puede leer dos noticias tan dispares, tan opuestas, tan disparatadas en sí mismas y por separado, y tan demoledoras cuando se leen juntas, que dan una idea del mundo que estamos alumbrando en este siglo XXI que lleva camino de superar a todos los anteriores, en lo que toca a la producción de acontecimientos absurdos y escandalosos por parte del malévolo e inventivo homo sapiens sapiens.
Por un lado, parece que alguien ha tenido en China la idea de ofrecer 500 millones de euros para hacerse con los servicios del ser humano llamado Lionel Messi, que lleva camino de ver tasado su minuto de trabajo en cifras equivalentes a lo que otros perciben por años de esfuerzo. Es de suponer que la oferta trata de aprovechar la dimensión planetaria que ha adquirido el astro argentino, con la ayuda inestimable, todo hay que decirlo, de los medios de comunicación (sí, esos que de otras cosas apenas informan, pero que a esto del fútbol prestan una atención continua y desmedida) y de las cuantiosas inversiones y ventajas que el negocio para el que trabaja recibe de los poderes públicos (sí, esos que desatienden necesidades básicas de la ciudadanía pero no se pierden un partido que les inviten a ver en el palco).
Quizá, vamos a usar un poco de la malicia intrínseca a la especie, la oferta china trata de aprovechar también una coyuntura propicia, cual es el enojo que a la megaestrella del balón le haya producido verse sentado en el banquillo, enfrentado a una petición de prisión y a la espera de una sentencia de los jueces españoles por delito contra la Hacienda Pública. No sería extraño que la oferta incluyera un «pack fiscal» seguro y ventajoso.
Y mientras desde China se ofrecen 500 millones de euros, más de 80.000 millones de las antiguas pesetas, por cinco años de servicios de una sola persona, lejos de allí, en Damasco, una niña de sólo nueve años entra en una comisaría y se hace volar en pedazos, apretando el detonador conectado al cinturón explosivo que porta, porque para quienes se lo han puesto y le han enseñado cómo y dónde ha de activarlo todo lo que es y podría ser esa pequeña persona no vale absolutamente nada.
La misma jornada nos enfrenta, así, a la sobrevaloración más desorbitada de la que jamás fueron objeto los quehaceres de un solo individuo de nuestra especie, y a la forma más extrema de desprecio y utilización de un ser humano, que es su sacrificio como bomba semoviente cuando se encuentra en el momento de mayor vulnerabilidad y manipulabilidad, esa edad en la que se supone que los adultos tienen la responsabilidad y el deber, más que moral, biológico, de ampararlo y protegerlo de cualquier mal que pueda acecharle o sobrevenirle. Que ambas cosas puedan coexistir es buen motivo para renegar del primate deplorable, aturdido y desalmado en que somos capaces de convertirnos.