Hace unos añitos se presentó en Nueva York una esmerada traducción al inglés de poemas de Jacint Verdaguer. Mossèn Cinto para los amigos y también para los enemigos, que llegaron a ser muchos, hasta el punto de arruinarle la vida. Verdaguer era católico, era extravagante (practicó exorcismos y repartió entre los pobres más riqueza que muchas ONG de ahora) y era un poeta descomunal, mayúsculo, quizá lo más parecido a Homero que haya dado jamás de sí la pobre y baqueteada cultura catalana (baqueteada por los primeros que deberían defenderla en primer lugar, y dar a leer lo que de verdad hay que dar a leer, y no lo que hoy mayormente se lee en las escuelas de Cataluña).
Mossèn Cinto es autor de la letra más grande y también de la más pequeña de la poesía catalana. De titánicos cantos a la tierra y de idílicas incursiones en lo cotidiano. Y en lo místico. Mi abuela acostaba a mi madre, ella a mí y yo a mi hija con El Noi de la Mare. Hay otro sobrecogedor poema muy sencillo titulado Espines (Espinas). Describe a la Virgen acunando dulcemente a Jesús recién nacido y a la vez presintiendo con absoluta claridad, con todo detalle, cómo van a acabar su hijo y la historia. De la Navidad a la Piedad en un parpadeo de premonición y de resignación lacerante.
En inglés Espines se dice Thorns. Recuerdo que yo tenía abierto el libro por aquel poema, aquella página, cuando la traducción de Verdaguer al inglés se presentó en Nueva York. Recuerdo el curioso, delicado shock, de estar leyendo cómo se va imaginando María paso a paso la futura crucifixión de su hijo cuando oí que el poetastro catalán de turno residente en Manhattan (siempre hay que recurrir a alguien así para ese tipo de presentaciones, saben…) comentaba en petit comité poco antes de empezar su repugnancia a tener que hablar “precisamente de Verdaguer, un tipo tan superado y tan rancio, ¿a quién le importa hoy lo que diga un cura?”.
Ante eso pegué un respingo y coloqué sin pensar una de esas mafaldadas mías que en parte explican, según mi astrólogo, que yo tenga mucho mejores enemigos que amigos (¿igualito que Verdaguer?). Voy yo y digo: “Oye, pues si hiciéramos un referéndum mundial y la pregunta fuera, cuánta gente cree en Dios, en el Dios que sea, ¿quién te imaginas tú que ganaría por goleada, los creyentes o los que no creen?”.
Me miró el poetastro con un odio nada laico y menos volteriano. Dejémoslo estar. Pero se me quedó grabada la thorn, la espina, de que una sensibilidad tan seria, tan compleja y tan inmortal como la de Jacint Verdaguer pudiera quedar arrinconada como una porcelana de Lladró en casa de Alaska y Mario Vaquerizo.
Por eso me alegro tanto de que el II Premio Albert Jovell de Novela 2016, de cuyo jurado tuve el honor de formar parte, y que está convocado por la Fundación de Protección Social de la Organización Médica Colegial (OMC) y publicado por Almuzara, lo acabe de ganar Montserrat Rico Góngora con La ciudad de los demonios. Se trata de una adictiva novela escrita con pulso, con garra, con conocimiento de causa y de la Barcelona verdagueriana y con una reivindicación tan brava como fina de su inabatible figura. Ya no nacen hombres, curas ni poetas así. Pero sí mujeres que escriban novelas espléndidas sobre ellos. Marías que tornan las espinas en pluma. Y médicos que curan almas, no sólo cuerpos, dando a leer lo que muchos maestros ya no se atreven. Será que el juramento hipocrático pica más alto que otros.