Empiezo 2017 como una moto, con el orgullo (¡insultante!) de haber cumplido con uno de mis propósitos de año nuevo de 2016: ¡uno al menos! Absoluta novedad biográfica en mí, se lo aseguro. Como anoté aquí, me propuse leer a lo largo del año Los ensayos de Montaigne –las mil setecientas páginas del tocho de Acantilado– y lo he conseguido. La dinámica lamentable de cada año me hizo fantasear alguna vez con reunir mis diarios bajo el título de El desastre anual. Pero 2016 ya desentonaría, por culpa del triunfo de mi voluntad. No sin sorpresa, voy a terminar haciéndome un hombre...
Otra cosa es el mundo. A este no le han fallado los desastres, con una matanza más –la de Estambul– en la mismísima Nochevieja. El año que acaba de pasar es el año en que ha pasado de todo. Y no parece que vaya a quedarse ahí, porque han sido desastres transitivos: servirán de alfombra para que vengan más desastres. Estamos protagonizando la maldición china “ojalá vivas tiempos interesantes”, que debió de inventarla un Fu Manchú de la historia. Aunque como espectáculo funciona: lo que se nos viene encima nos mantiene pegados a la pantalla.
El contrapunto para mí ha sido la lectura, día a día, de las páginas de Montaigne. El hilo de su voz relativizando hasta lo más grave. Con el mismo efecto que aquel aforismo contundente, y vigorizante, de Cioran: “Estamos todos en el fondo de un infierno, cada instante del cual es un milagro”. Montaigne, de hecho, afianzó esa perspectiva –que ya llevaba por carácter– al observar el fanatismo de la Francia de su época, que desembocó en cruentas guerras civiles, de religión. El teatro de los convencidos matándose entre sí le hizo recelar de todo convencimiento.
La lectura reciente de La democracia sentimental, de Manuel Arias Maldonado –otra de mis lecturas importantes del año, a la que le dediqué una columna–, me ha hecho pensar en Montaigne como un preilustrado del siglo XVI que resulta más moderno que los ilustrados del XVIII. La fe absoluta de estos en la razón ya se encontraba corregida en Montaigne: que valoraba la razón, y se guiaba por ella, pero asumiendo sus límites y reconociendo sus trampas. Por ello, Montaigne vendría a ser ya ese “sujeto postsoberano” del que habla Arias Maldonado para referirse al sujeto de hoy, con su racionalidad y su soberanía mermadas. Y no solo eso, sino que Montaigne encontró para sí la misma salida que Arias Maldonado propone: la de convertirse en un “ironista melancólico”.
De manera que no voy a alejarme demasiado de Montaigne en 2017, ni en los años venideros. Si hay desastres, que me pillen con Montaigne.