Quien esto firma a veces mete la pata. Y cómo. Resulta que yo tenía que viajar con mi hija a Barcelona del 2 al 6 de enero de 2017. Previsora que es una, saqué los billetes a finales de noviembre. No los imprimí porque no pude y porque pensé, uf, me sobra tiempo.
No volví a pensar en ello hasta el día 1 de enero. Tranquilamente recuperé el email de confirmación de venta online de los billetes, con todos mis datitos, todos toditos, míos y de mi nena, coche tal, asientos tal, hora tal, día tal de… ¡horror! Sí que los había sacado para viajar del 2 al 6, sí… Pero no del 2 al 6 de enero de 2017 sino del 2 al 6 de diciembre de 2016.
Despistes de las compras online, que te derrapa un dedito, uno solo, hacia la tecla equivocada y acabas en medio de una discoteca bombardeada en Estambul cuando tú querías ir a ver el concierto de Año Nuevo en Salzburgo. Mea culpa. Arrastrando los pies, la moral y la cartera me encaminé a la estación de Atocha. Sabedora de que estas cosas siempre acaban de la peor manera, es decir, pagando billetes nuevos.
Y sin embargo, una lucecita de esperanza, una última reserva de optimismo, encaminó mis pasos hacia la Oficina de Atención al Cliente, en lugar de directamente a las máquinas de venta de billetes (las colas en taquilla eran disuasorias). Fui con mi carita de pena, que no era nada fingida. Les conté el caso. Un joven empleado de Renfe muy agradable y hasta apuesto, diría yo, miró mi confirmación de venta del derecho y del revés, tecleó el localizador en una pantallita, se aseguró de que los billetes no eran de la tarifa más roñosa, sino de una algo más cara, que admite canjes, y con una gran sonrisa de Reyes Magos me anunció que todo tenía remedio: “pase usted aquí al lado, a venta de billetes, y o bien se los cancelan o se los canjean directamente por otros, que es lo que quiere, ¿no?”.
Entre lo guapo que era y las buenas noticias que me daba, casi le beso los pies. Como pastorcillo triscando hacia Belén trisqué hacia la máquina donde daban los números de los turnos para comprar billetes en taquilla. Calculé hora, hora y media de espera. No me importó.
Mientras la niña jugaba furiosamente con la Nintendo, aproveché el tiempo para racionalizar lo sucedido: si en el fondo es lo más normal. Si yo compré los dos billetes online y me pidieron todos los datos habidos y por haber, asociados a su consabido localizador y a todo lo demás, ¿cómo no van a poder comprobar de un simple vistazo que ni yo ni nadie jamás usó esos billetes? ¿Ves? Tanto quejarse de que nos controlan, de que tienen toda nuestra información… Pues a veces eso tiene ventajas, bendita sea la Renfe y la madre que la parió.
Pasada hora y media sale al fin mi número, me encamino a taquilla, repito la historia que noventa minutos antes (¡da para un partido de fútbol entero!) le conté al guapo de la oficina de al lado… Pero esta vez me toca una persona de otro género, otro nivel estético, y con una actitud diametralmente opuesta a la de su colega. Donde él dijo blanco, ella dice negro. Donde él me aseguró que los billetes se podían canjear o cuanto menos cancelar, ella se enroca en que nones, en que no me queda otra que pagar otros nuevos…
Lo que yo me temía de entrada… pero después de una ardua montaña rusa de desilusión. Para este resultado ya me podía haber ido a sacar billetes nuevos a la máquina y no echar la tarde haciendo cola. Pero además, como en todo este tiempo me han dado tiempo a pensar tanto, vacío el buche filosófico: si esto no son billetes comprados a nombre de nadie, sino a nombre mío, si se me exige minuciosa identificación online, y esto y lo otro, y controles al subir al tren, ¿cómo pretenden estos carotas que no tienen manera humana de verificar si usé o no usé esos billetes hace un mes? En resumen: si es usted terrorista, bienvenido al AVE, puede hasta sacar un billete a nombre del difunto Bin Laden y no le va a parar nadie. Si no es usted terrorista, mejor no se pregunte a dónde van exactamente los datos que le piden cuando compra online, qué hacen con ellos…