Si uno toma o secunda la decisión de enviar hombres a un lugar peligroso, en el que expondrán sus vidas, sólo hay una manera de poder recordar esa decisión como un acto honorable: cerciorarse de que esos hombres van a disponer de los mejores medios posibles, para afrontar los riesgos a los que se los somete con las máximas opciones de regresar sanos y salvos con sus familias. Que el ministro Trillo no tenía por costumbre agotar la diligencia hasta ese extremo, o que si la tenía fue desobedecido de una manera tan escandalosa que debería haberle empujado a juzgarse incapaz de mandar a nadie, lo prueban los 62 militares españoles que se estrellaron con una chatarra de fabricación soviética y bandera ucraniana en las inmediaciones de Trebisonda. Lo corrobora, además, la bochornosa maniobra de recogida y asignación aleatoria de sus restos, penalmente reprochada en su día, que se consumó bajo su autoridad y que representa uno de los casos más sangrantes de menosprecio a los propios muertos de los que guarda testimonio la historia militar mundial.
Es, sin duda, la torpeza más lacerante y la losa con la que desde entonces el ex ministro carga justamente ante la opinión pública española; tan pesada que impidió a su jefe, en su día, premiarle los servicios prestados con el ministerio al que osaba aspirar y despacharle en su lugar a la embajada en Londres, con el premio de consolación de una vida a todo trapo costeada por el contribuyente. También, por cierto, por los familiares de los fallecidos en aquella tragedia, a quienes no supo confortar.
No es, sin embargo, el único descuido que cabe reprocharle. Podrían sumarse a la lista las tripulaciones incompletas con que se desencadenó aquella operación militar del Perejil, providencialmente resuelta por los buenos oficios del entonces secretario de Estado norteamericano Colin Powell. O la precariedad con que aterrizaron bajo su mandato los militares españoles en Afganistán. O la irrisión de los medios con que contó en abril de 2004 el contingente español en Nayaf para responder a la insurrección de la milicia chií de la ciudad, que se arrojó en tromba sobre la base y hubo de ser contenida con fuego de armas ligeras y los mínimos cañones de 25 mm de los contados blindados VEC allí disponibles, cuando otros ejércitos entonces presentes en Irak disponían frente a semejantes coyunturas de carros, artillería y apoyo aéreo propio, y los utilizaron más de una vez. Pero ya se sabe: según Trillo, aquello era una apacible «región hortofrutícola». Que además estuviera allí el mausoleo de Alí, poco menos que el Vaticano de los chiíes, era algo irrelevante para él.
Para su desgracia, y de ella ha sacado buena parte de su dureza y su valor proverbiales, el soldado español ha estado muchas veces dirigido, a lo largo de la Historia, por jefes incompetentes o que no supieron corresponder a su sacrificio con la lealtad y la consideración que merece. Entre ellos, se postula a ocupar un lugar destacado el aún embajador en Londres. Si no fue el culpable de tanto desafuero, y así lo cree en conciencia, todavía les debe, a los muertos y a sus familias, pedirles perdón por lo mal que mandó a quienes no hicieron lo que debían.