El fallecimiento del sociólogo Zygmunt Bauman siempre iba a airear agravios contra el presente. Pero sorprende que lo que más se ha destacado a lo largo de esta semana hayan sido sus tesis acerca del mundo digital; ese que, según Bauman, estaría destruyendo todo lo bueno y auténtico de las relaciones sociales. Una tesis que, al parecer, es ampliamente compartida incluso por personas mucho más jóvenes y mucho más habituadas a la era digital que Bauman.
Así, y a pesar de la amplia gama de cuestiones que trató en sus obras, el enemigo de la “modernidad líquida” se ha convertido en el símbolo de una difusa y extendida nostalgia por el mundo anterior a Internet, a los emails, a los iPads, a las redes. Esas herramientas que, según Bauman, supondrían “trampas” que sustituirían nuestras verdaderas comunidades por grupos ficticios; y que serían las principales culpables de que hayamos “perdido el arte de las relaciones sociales”. Bauman ha dado pábulo, por tanto, a una de las melancolías más extrañamente miopes de nuestra época: la que postula que la vida social era más plena antes de que nos instalaran nuestro primer RDSI.
Uno sospecha que quienes creen esto tienen poco presentes sus lecturas de bachillerato. Porque ¿alguien puede leer La Celestina, el Lazarillo, Hamlet, Miau, La metamorfosis o Nada y pensar que las relaciones sociales “de antes” eran más plenas, más honestas y más satisfactorias que las de ahora? ¿Quién sale de una obra de Chéjov pensando que hay que resucitar aquel Edén pre-Twitter? ¿Acaso hay algún “arte” -al menos, alguno que merezca ser preservado- en la vida social de Ana Ozores, la protagonista de La Regenta? ¿No desearía uno que la pobre Ana, atrapada en una densa red de mezquindades provincianas, pudiera encontrar a alguien afín a ella a través de Facebook?
La literatura es un buen antídoto para tentaciones melancólicas, no porque refleje fielmente lo que sucedió en el pasado -no lo hace-, sino porque refleja fielmente lo que muchas personas han sentido en el pasado. Y la evidencia es abrumadora: la vida social, por las razones que sea, siempre nos ha producido una gran ansiedad. Siempre hemos sentido que el presente se encontraba a orillas de un precipicio, y esto nos ha llevado a añorar la firmeza del camino que nos condujo ahí. Luego hemos ido colgando esa ansiedad de las perchas que nos iba ofreciendo el desarrollo tecnológico (antes de que Internet “destruyera” la vida social ya la destruyeron la tele, el cine, la radio, los periódicos, los libros de caballerías), pero la emoción fundamental siempre ha sido la angustia por la vida en común, y por nuestro lugar en ella. Es la paradoja de quienes lamentan la muerte de las relaciones sociales: que están en abundante, en nutridísima compañía.