Cuando entrado el verano se publicó aquella fotografía de Mariano Rajoy paseando por un campo de alcachofas en Tudela, Twitter y Facebook prorrumpieron en una carcajada. Las risas no cesaron hasta el final de aquella campaña prodigiosa del 26-J, pues el candidato hizo otras muchas cosas de esas que hacen reír una barbaridad a los influencers urbanitas. No escarmientan. Hacía tan sólo unos meses de aquella castiza entrevista con Bertín Osborne y de la colleja a su hijo en Tiempo de Juego y de otras apariciones marianas que tan buenos ratos nos hicieron pasar en las redes sociales durante la campaña del 20-D. Mark Twain decía que la música de Wagner es mejor de lo que suena y, ya sé que me voy a ganar el infierno por decir esto, a las campañas del PP les ocurre lo mismo. Rajoy ganó las elecciones gracias al voto de miles de ciudadanos que jamás han publicado un tuit pero que curiosamente tienen derecho al voto y lo ejercen, al contrario que los miles de compulsivos tuiteros menores de edad que uno se encuentra en un hashtag cualquiera alimentando un trending topic cualquiera en un día cualquiera.
Hay algo peor que confundir tu apocalipsis personal con el Apocalipsis y es confundir tu timeline con la Humanidad. Éste es un mal que se ha extendido por las redacciones. En cada una hay un joven periodista preparado para anunciar a voz en grito una revuelta social cuando lo que en realidad ocurre es que las redes sociales andan un poco revueltas.
El espejismo social es algo bastante penoso y con el tiempo ha traído un fenómeno mucho más desagradable: la proyección del perturbado.
Gracias a las redes sociales sabemos lo que antes suponíamos y es que algunos de nuestros vecinos están irrigados por un desagradable reflujo ácido. Un editor en sus cabales jamás habría permitido que su medio de comunicación sirviera para que cualquiera de estos vecinos nos regara a todos de bilis. Pero el perturbado ya no precisa del permiso de un editor para publicar sus delirios y henos aquí, a todos, incluido servidor, rehenes de las psicopatías de unos exmarginales.
Hubo un tiempo en que difundir suponía aprobar o al menos conceder legitimidad. Cualquier medio estaba sujeto a esa máxima por más que adosaran a sus páginas editoriales, en las que incluían cartas al director, aquella leyenda estéril: “Este medio no se responsabiliza de las opiniones expresadas por sus colaboradores”. La ley obliga a que la prensa mantenga unas aduanas para frenar la insidia, la calumnia o el odio. Y sin embargo los medios se llenan de incrustaciones perturbadas con la coartada de la denuncia pública. Hablamos de los esputos de unos enfermos muy solitarios que tienen el cerebro licuado. ¿De verdad es noticia que entre los 600 millones de hispanohablantes que hay en el mundo existen dos o tres o diez o veinte perturbados anónimos que se alegran de la muerte de alguien porque creen que es homosexual? Si lo quieren denunciar, que lo hagan por un canal privado a la Policía. No vayamos a creernos que este es un mundo del que es mejor apearse.