Mi madre murió de cáncer hace doce años. Descubrieron su enfermedad cuando esta estaba ya muy avanzada, así que poca cosa se pudo hacer para plantar cara a un destino fatal. Se intentó todo, por supuesto, y gracias a varios tratamientos la vida de mi madre se alargó unas semanas, tal vez incluso algunos meses más.
En el tiempo en el que mi madre avanzaba hacia el final y yo la veía empeorar cada día, algunas personas me hablaron de terapias alternativas o complementarias a las que le prescribían los médicos. Una amiga me animó a conseguir un hongo japonés carísimo. Según me aseguró, aquel invento era capaz de estimular el sistema autoinmune, de forma que podría revertir la metástasis que sufría mi madre. Ahora recuerdo aquella charla como la perorata de un vendedor de crecepelo, pero en aquel momento sólo deseé tener los recursos necesarios para hacerme con un arsenal de aquella seta rara y costosa, y dar así a mi madre una oportunidad adicional a la que intentaba procurarle la medicina.
Las personas desesperadas son especialmente vulnerables. El miedo y el dolor nos vuelven crédulos, y las puertas cerradas de una enfermedad sin cura nos empujan a buscar ventanucos para dar con esa salida que, por suerte o por desgracia y por mucho que nos digan, no existe al margen de la ciencia. Al cáncer no se le planta cara con polvos mágicos llegados de oriente, ni con imposiciones de manos, ni con cristalitos de colores. Pero cuando sabes que tu madre está sentenciada a muerte y te hablan de un invento que puede curarla, sólo deseas tener dinero para hacerte con él. Por eso es esencial luchar contra las llamadas pseudociencias, que a veces son superchería inútil, y otras se convierten en peligrosas interferencias a las posibilidades de curación: algunas de esas pastillas mágicas fabricadas con ingredientes supuestamente naturales pueden bloquear la acción de los medicamentos.
Hay que disculpar la credulidad de las familias desoladas que quieren ver un rayo de esperanza en las infusiones de flores exóticas o las propiedades regeneradoras del sonido de los cuencos tibetanos: yo misma fui una de esas personas susceptibles de ser engañadas. Sólo la escasez de medios impidió que me lanzara en brazos de los apóstoles de las terapias alternativas. Por eso el Estado tiene que proteger a sus ciudadanos de la trampa de los milagros que no existen. Milagros que, por cierto, resultan ser casi siempre sospechosamente caros.