Hace años escribí un reportaje sobre las madres en la cárcel. Sobre los especiales módulos penitenciarios donde las presas conviven con sus hijos de hasta 3 años, en condiciones evidentemente más amables que el resto de reclusas. Hasta el punto de que no ha faltado quien se embarace adrede…
Acababa de escribir el reportaje, que se publicó a toda plana y a todo color en la revista Interviú, cuando una señora bastante amiga mía me hizo una consulta delicada. Me contó que su hijo de veintitantos tenía una niña pequeña con su pareja, una buena chica la mar de normal en todos los sentidos excepto en uno: hacía tiempo, mucho tiempo, la habían pillado tratando de cruzar una frontera con determinada carga de droga. No es que fuera traficante en serio. Fue la típica tontería aislada que te sale mal no, lo siguiente…
Esta chica tuvo la suerte de no acabar de por vida en una cochambrosa cárcel tailandesa. En cambio fue víctima del instrumento de refinada crueldad, cuando no de tortura, en que puede llegar a convertirse la lenta, lentísima justicia española. Salió la sentencia ordenando su ingreso en prisión cuando todo el asunto era una pesadilla largamente olvidada. Ella ya era otra persona, esposa y madre, tan limpia de polvo y paja que ni siquiera bebía alcohol. Pero tenía aquella cuenta pendiente. Y le tocó pagarla en el peor momento.
Me acuerdo de la madre de su marido, su suegra, mi amiga, preguntándome a la vista de mi flamante reportaje qué era lo mejor en un caso así: que la niña estuviera entre rejas junto a la madre hasta los 3 años, o fuera con su padre. Yo, sin dudar ni un segundo, con esas ideas clarísimas que sólo se tienen en la juventud, espeté: “Para la madre es mejor tener a la niña dentro, para la niña sin duda lo mejor es estar fuera”.
Esta frase mía tuvo consecuencias más allá de lo dialéctico. Aquella familia apostó fuerte porque la madre cumpliera prisión sin su hija, que se crió a solas con el padre. En este caso no hubo que lamentar malos tratos ni apuñalamientos ni nada. Sí un inexorable desgaste familiar que llevó a la pareja al divorcio y a la madre encarcelada a penar lo indecible por la imposibilidad de ver casi nunca a su hija durante años y años y años...
¿Hice bien? ¿Tenía razón cuando aconsejé lo que aconsejé? Créanme, la duda siempre me ha atormentado. ¿Cómo debió sentirse esa mujer, aquella madre desgarrada? ¿Se habría podido evitar la separación de esos padres haciendo las cosas de otra manera? ¿Qué fue o habría sido mejor de verdad para la niña?
Con este background supongo que se comprende que me pusiera especialmente los pelos de punta la historia de Sara, la etarra presa en Picassent a la que acaban de conceder el segundo grado penitenciario para que pueda estar con su hija, tras sobrevivir ésta al ataque homicida de su propio padre. Se dice pronto. Ni a mi peor enemiga le deseo yo un túnel de impotencia y de dolor como el que Sara Majarenas debió sentir al saber lo que le había pasado a la niña. Y ella allí, en el trullo…
Es hasta estremecedor, en el buen sentido, que en este atolondrado y terrible país queden reservas de sentido común para hacer posible este desenlace, esta flexibilidad por fin bien entendida de la justicia. No es fácil rebajar la pena a etarras. Incluso si individualmente piden perdón por sus asesinatos y pecados. Quizá porque ETA nunca lo ha pedido globalmente y siguen abiertas muchas heridas que escuecen. Que escocerán por siempre.
Cuando supe de Sara Majarenas y de su historia mi primer pensamiento fue: quisiera entrevistarla pero a lo grande, una entrevista de esas que a lo mejor duran toda la vida. Ir a contar su historia como Truman Capote contó la de Perry Smith o Dostoievski la de Raskolnikov. Sólo que aquí hay más sangre caliente que fría y bastante más castigo que crimen. El perdón de los pecados y la vida eterna… se dice pronto. Que Dios reparta, a falta de suerte, un poco de humanidad. Que Dios nos ayude a ser mejor nosotros.