Todos tenemos una imagen preconcebida de los estibadores como hombres rudos y moralmente fronterizos. Elia Kazan, Arthur Miller o John Dos Passos los describieron bajo la épica de la delación, la deportación y el gansterismo, una tríada que se repite en la serie The Wire y que no se corresponde con la carta de privilegios y prebendas que disfrutan en España.
Antes los dueños de los muelles eran hijos y nietos de obreros falangistas y excombatientes, además de los señores del contrabando y del estraperlo. Ahora son sólo los últimos mohicanos de un corporativismo gremial-sindicalista tan descarado como -en cierto modo- envidiable y que, al parecer, se transmite por herencia.
En esta imagen la estiba le dobla el pulso a Rajoy, el neoliberalismo y al Tribunal de Justicia Europeo. Su júbilo contrasta con la desesperación que vimos en las mujeres del carbón y con el dolor impostado de larga cabellera de las actrices del No a la guerra.
Pero antes de tasar y fallar la heroicidad o villanía de estos hombres deberíamos resolver interrogantes engorrosos. ¿Fue el júbilo de los estibadores en el palco de invitados del Congreso el canto del cisne del obrerismo o la confirmación de que la lucha de clases sigue siendo una palanca de progreso? ¿Estamos ante el estertor del sindicalismo en el ocaso del "siglo de las revoluciones" (Josep Fontana) o ante una prueba de la necesidad de los sindicatos para la reconquista de los derechos laborales?
¿Aprovecha la estiba las reglas e intrigas de la partitocracia para burlar la malversación de las leyes a manos del capitalismo o protagoniza una insumisión inadmisible? ¿El fracaso del Gobierno degrada la imagen de España en la UE o revaloriza la capacidad del pueblo organizado frente a la pérdida de soberanía? ¿Demuestran que se puede acotar la voracidad del capital o sólo imponen sus privilegios haciéndolos pasar por derechos?
Si el PSOE no estuviera en pleno proceso congresual y Cs no sufriera el síndrome de los acogotados, el decreto que liberaliza el sector de la estiba habría salido adelante, España se ahorraría una multa millonaria y el ministro Íñigo de la Serna no tendría los labios apretados.
Envidiamos a los estibadores como antes a los profesores y a los funcionarios. La diferencia estriba en que los dueños de los muelles y nuevos amos del Congreso no ganaron sus plazas en una oposición.