Empecemos por el principio: ETA está como está gracias a la eficacia de la Guardia Civil, los éxitos de la Policía y el coraje de todos aquellos que plantaron cara a la banda. Entre unos y otros se les acorraló, se les aisló, se les cerró el grifo. Un miembro de la Ertzaintza me contaba que los huidos a Francia vivían en pisos de mala muerte y recibían de la cúpula etarra tan magros estipendios que pasaban hambre.
Están contra las cuerdas, y por eso intentan volver a la palestra montando numeritos como el de ayer entregando pistolas roñosas y un cacho de cuerda. Y ahí estaban los mediadores, un grupo chanante en el que hay cheerleaders etarras, un tipo al que han detenido cinco veces, un señor de Sri Lanka que imagino que se parte de risa cada vez que le pagan por venir a hacer el oso, y dos curas.
Claro que el momento friki estaba en Bayona, donde se organizó una monumental mamarrachada que sería para reírse si no tuviese detrás 829 muertos: un montón de hooligans ovacionaban a los llamados “artesanos de la paz” (hace falta ser cursi) frente a los que se encontraban, cómo no, el miserable Otegi y Josu Zabarte, El Carnicero de Mondragón, que tiene a sus espaldas 17 asesinatos.
Zabarte parece un viejo loco, demacrado y feo, con boina y pendientes de folklórica: el clásico chiflado de pueblo del que se ríen los niños. Pero luego abre la boca mellada para fardar de sus crímenes y se te olvida la pinta cutre, el pendiente y la cara de enfermo: sigue siendo la metáfora de la hez humana.
Frente al disparate, un ramillete de almas cándidas (o de almas negras, o de almas tontas del bote) hablan de amor y perdón. No entienden nada. El perdón es un acto individual y voluntario. Respeto a las víctimas de ETA que han decidido absolver a sus verdugos, pero el Estado no debe ni puede entrar ahí: las leyes no tienen sentimientos.
Que ETA pida perdón a cada uno de los españoles. El mío, desde luego, no lo tendrá. Porque llevo los años de plomo clavados en la memoria. Porque recuerdo la muerte como sección fija en el telediario durante los ochenta. Porque escuché explotar tres bombas y vi en directo la sangre de un niño asesinado por los malnacidos. Porque lloré por gente a la que no conocía y luego conocí a aquella gente por la que había llorado y seguí encontrando razones para llorar. Porque ETA representa lo más asqueroso, lo más despreciable, lo más artero de la historia moderna de España, y lo único que deseo para sus representantes es la cárcel y el desprecio. El mismo desprecio que profeso a los que les hacen la ola.