Acabo de regresar de un viaje por el centro de Europa con mi familia. El último día de nuestra estancia en Viena decidimos seguir las no siempre sabias recomendaciones de Lonely Planet y marcharnos de excursión por las aguas del Danubio hasta Bratislava, capital de Eslovaquia. Transcribo las palabras que nos convencieron para visitar la exótica localidad: “La posición de Bratislava en el cruce de tres naciones garantiza a la ciudad un dinamismo muy palpable”. Eso dice la afamada guía, así que nos embarcamos. ¿Y qué vimos?
Dinamismo, poco. La pequeña ciudad de algo menos de medio millón de habitantes, que yo apenas había oído nombrar en las votaciones eslovacas del Festival de Eurovisión, cuenta con tres calles antiguas de cartón piedra para los turistas (y quien dice tres, dice tres: ni una más), un scalextric que le pasa por encima, un despliegue desalmado de edificios muy nuevos, muy altos y muy feos, y un castillo que parece una cárcel.
Palpable, mucho. En eso sí que tiene razón la Lonely. Enseguida nos dimos cuenta de que uno de los reclamos turísticos principales de la capital no era el azul del río, ni las carpas que lo pueblan, ni el goulash que sirven, ni el verde jugoso de sus paisajes. Lo que realmente interesa en Bratislava son los burdeles abiertos día y noche. A lo largo del circuito recomendado se alternan los puticlubs con las tiendas de souvenirs y los restaurantes de comida basura. De esta manera, tanto las familias, como los grupos de japoneses o las parejas despistadas, se mezclan con pandillas de jóvenes cachas de pelo recortado a lo futbolista que desembarcan en el lugar para saciar sus apetitos a precios muy asequibles.
Lo que más llama la atención no es el mercadeo sexual, al que ya andamos acostumbrados en casi todas las latitudes, sino la manera de anunciarse. Los carteles, además de explícitos, resultan aterradores. Vaya uno como ejemplo: mujer bien parecida, medio desnuda, con un trozo de carne cruda en sus manos (diríase una ristra de costillas de cerdo), que muerde mientras mira al objetivo y la sangre chorrea por su escote. El eslogan del local es “The most sexy and sexist bar”. Es decir, el bar más sexi y más sexista. Me quedo atónita frente al tugurio. Por lo menos son honestos, pienso, y no se andan con subterfugios.
Si ellos no engañan a nadie, tampoco lo hacen los datos que tenemos sobre este país y algunos de sus vecinos. No es de extrañar que el 60 por ciento de las víctimas de trata con fines de explotación sexual identificadas en nuestro continente procedan de Europa Central, incluida la pobre Eslovaquia, que ni siquiera se avergüenza de jactarse, en los escaparates de sus calles más turísticas, de un sexismo que acaba llevando a maltratar y asesinar a las más bellas de sus mujeres o de las de otros. Eso pagamos cuando cogemos el ferry para Bratislava, aconsejado por la Lonely Planet: vámonos de putas por el Danubio Azul. Total, qué más da, son eslavas y están muy buenas.