Casi seguro que fue en 1980, así que yo no alcanzaba los veinte años. Componía canciones con mi amigo, con mi hermano Xosé Cagide. Nos habíamos conjurado en los jesuitas: "¡Tenemos que hacer algo!". Algo. Ahora parecerá indescifrable, pero entonces era una resolución clara, vital y apasionada. Por supuesto, buscábamos sentido. De momento, armados con dos guitarras españolas y nuestras voces limpias y temerarias. La primera actuación en público fue el cierre de un acto comunista con chilenos del exilio. La sala barcelonesa era grande y estaba abarrotada.
Xosé, un músico extraordinario, hoy erudito, mandaba con su guitarra. Marcaba el tiempo, colocaba los bordones, desplegaba los arpegios elaborados y ponía la segunda voz. Mandaba pese a la apariencia, pese al mito de "la voz cantante", la mía. Una voz joven, a poca gracia que tengas, y siempre que vayas bien ensayado, puede dar enormes satisfacciones. No suele fallar. Le haces mil putadas la noche antes, hablas demasiado, fumas, bebes, y ahí está como nueva al día siguiente. ¡Cómo la añoro! Todo salió bien, el público estaba entregado y Jesús Piqueras, responsable de nuestra participación, sonreía con los ojos enrojecidos. Chileno de nacimiento, había sido también compañero de infancia en los jesuitas.
Por complacer a nuestros anfitriones, decidimos terminar la actuación con La Internacional. Sería, claro está, una versión inusual. Cálida e instrumental. No íbamos a hacernos voces a lo Víctor y Diego con los parias de la tierra y la famélica legión. Las guitarras españolas obligaban a la contención ante una audiencia acostumbrada a enfervorizarse con la pieza, y a cantarla. ¿Pero cómo cantar... aquello?
El tempo y los adornos sosegaron a los presentes, induciéndolos -presentí- a una introspección general, a una delicada intimidad civil, si cabe la expresión. En el tramo final de La Internacional hipnótica, una densa nostalgia invadió el espacio. El himno sucumbía a las caricias de nuestros dedos como un león rendido. Entonces sucedió. ¿Nos lo susurramos, o bastó una mirada de inteligencia? "Vamos a acabar en menor".
Es posible que nunca antes ni después se haya cometido tal sacrilegio en directo. En vez de enardecerles, les inundamos de melancolía. Aplaudieron, algo aturdidos, un buen rato. ¿Por qué? Dejábamos más tristeza que alegría, más pesimismo que fe en la victoria. Salimos al poco con las guitarras enfundadas, inconscientes de lo que acabábamos de desatar. El efecto mariposa. Tras una tupida e inextricable red de acontecimientos, al acabar la década se hundió el comunismo. No lo hicimos a propósito.