Alguien sugería en estos días que frente a las maniobras torpes e inquietantes que se intuyen o sospechan en torno a la explotación y las consecuencias de la Operación Lezo, incluida la defenestración del fiscal encargado del caso (único para el que lo actuado ha tenido efectos fulminantes e irreversibles), se imponía la convocatoria de una gran manifestación. No deja de tener su gracia, aunque sea más bien amarga, que esa sea la primera respuesta que se plantee, existiendo un Congreso en el que el Gobierno tan sólo tiene garantizados 137 escaños y se enfrenta a una oposición que puede, en el caso más extremo, movilizar en su contra 213. Cualquier autoridad que patine, cualquier ministro o alto cargo que se columpie, incluso el mismísimo presidente del Gobierno si no está a la altura, pueden, en teoría, verse reprobados, censurados y hasta removidos de su puesto por la demoledora aritmética parlamentaria que resultó de la empeñosa negativa del PP a asumir su pesado fardo de trapisondas.
Se ve que después de apelar a la ceremonia romántica de la manifa, dejándose llevar por el tic del pasado, alguien reparó en que los números de la carrera de san Jerónimo son los que son. Ya no hace falta berrear en Neptuno lo que puede largarse en la tribuna con transcripción inmediata en el diario de sesiones. Y lo que es más: resulta ridículo llamar a tomar las calles antes de intentar hacer valer los sillones que ya se ocupan, con toda la parafernalia inherente al cargo, desde la dignidad de señoría y el aforamiento hasta los móviles por la patilla, pasando por los emolumentos muy superiores a los del trabajador medio.
Ahora bien, resulta que tenemos precedentes cercanos de tentativas de hacer funcionar los resortes parlamentarios, y que el recuerdo aún demasiado próximo que de ellas nos ha quedado es cualquier cosa menos prometedor. En lugar de comportarse como adultos, no pocos de los ocupantes de las bancadas de la oposición, incluidos algunos de sus líderes, optaron por dejarse ir por la pendiente del happening, la provocación grosera o, llamemos a las cosas por su nombre, la pura y dura tomadura de pelo. ¿Cómo van a afectar ahora maneras de estadistas los que no hace tanto se plantaban ante las cámaras para reclamar el mando de los espías, el ejército y los guardias de la porra y, ya puestos, que les dejaran vestir de Batman? Rehenes de sus pasados dislates, verles impulsar una moción de censura transmite tanta credibilidad como Hannah Montana refutando a Kant.
En otras partes también cuecen habas: el PSOE continúa descabezado y tratando de no autodestruirse, y Ciudadanos es rehén de una apuesta diabólica en la que la responsabilidad corre a cada paso el riesgo de confundirse con el papel de bayeta. Gracias a los errores y las grietas de todos, Rajoy disfruta de una oposición a la que ni una geisha superaría en inocuidad.