Hay acontecimientos que, en su singularidad, revisten el carácter de señales de alarma sobre cuestiones más generales, por la brusquedad y la contundencia con que las ponen sobre el tapete. Tal es el caso del desdichado incidente acaecido esta semana en la localidad madrileña de Torrejón de Ardoz, cuando un octogenario de salud delicada y ostensibles dificultades locomotoras fue derribado de un puñetazo fulminante por un fornido mozalbete, y conductor novato, a quien había osado recriminar su velocidad, excesiva para circular por zona urbana. Fulminante fue el puñetazo porque literalmente fulminó a su receptor, que quedó muerto en la calle, tras ver su cabeza sacudida por un golpe muy superior a lo que tenía capacidad de encajar.
Luego ha trascendido que el chaval andaba afectado por una pérdida familiar reciente, pero a quienes hallan ahí alguna especie de atenuante habría que decirles que desahogar el dolor sobre la indefensión ajena, causando más dolor desde la superioridad física, revela una carencia tan absoluta de criterio moral que sólo una enajenación completa e insuperable, que parece ir mucho más allá de las circunstancias del caso, podría servir, si se diera, para procurarle al homicida una excusa válida.
De que este joven, que va a inaugurar su vida adulta reducido con toda justicia a la condición de recluso, ha carecido de una formación digna de ese nombre, no cabe duda; lo terrible es preguntarse a cuántos otros chicos de su generación se arroja a la edad de la responsabilidad sin proporcionarles los más elementales pertrechos éticos y cognitivos; sin hacerlos aptos para estar en sociedad de forma valiosa y constructiva para sí mismos y para sus semejantes, en lugar de viajar como meteoritos en inexorable rumbo de colisión catastrófica para ellos, los suyos y el infeliz que dé en cruzarse en mala hora en su trayectoria.
Es demasiado fácil asignar toda la culpa a sus progenitores, que tal vez, vistos los resultados, fueran educadores poco solventes. Al cabo, una sociedad no puede renunciar a ofrecer una oportunidad de convertirse en seres humanos completos a quienes tienen la desgracia de nacer en un entorno adverso. Es el derecho del propio interesado, inocente mientras no llegue a la mayoría de edad, y el derecho del conjunto de la comunidad, que puede y debe albergar la legítima aspiración de que quienes la componen vivan a salvo de episodios gratuitos de barbarie.
Sin embargo, una y otra vez se abdica la responsabilidad en quien no puede asumirla ni va a hacerlo, y ya en el colmo de la insensatez, cuando algunos constatan que un niño maleducado molesta, la única solución que se les ocurre es crear espacios exentos de infancia, convertida en fenómeno odioso que ha de ser aislado para que no incordie. Habría que recordar a los que toman tal atajo que ese niño molesto puede ser mañana quien salve su vida. O quien la acabe de la forma más absurda.