Hace algunos años, una amiga me invitó a cenar a un restaurante etíope de Barcelona. Las gracias de un restaurante etíope más allá de su gastronomía, que es una variante rústica de la del Magreb, son dos. La primera, que se come con las manos. La segunda, que se come con el culo a medio palmo del suelo.
El restaurante estaba abarrotado. Y eso que lo que allí se cocía era dantesco. Algo más propio de los Caprichos de Goya que de una ciudad occidental de millón y medio de habitantes. Docenas de comensales con las rodillas a la altura de las orejas clavaban torpemente las uñas en tortas de pan llamadas injertas, ladeaban la boca como si les hubiera dado un ictus y retorcían el cuello en posturas grotescas (imaginen una jirafa intentando beber de un grifo que sólo levanta unos centímetros del suelo) con la esperanza de que los estofados que son la base de la cocina etíope no les chorrearan en la entrepierna.
Ninguno de ellos lo logró. Y eso que los catalanes son gente acostumbrada a comer cebollas tiernas con babero, así que algo de destreza se les supone a la hora de lidiar con ese tipo de platos que no se han inventado para ser comidos sino para reírse de los extranjeros que se aventuren con ellos. Por su parte, los comensales que salían por la puerta y de vuelta hacia la civilización lo hacían con grasaza suficiente en los calcetines como para atraer a todos los perros de la ciudad en diez kilómetros a la redonda.
El caso es que mi amiga, que es barcelonesa pero a la que antes verán clavándose astillas en las uñas que rebañando salsa con las zarpas, pidió unos cubiertos. Si han visto esa escena de Sin Perdón en la que Clint Eastwood entra en el saloon con un rifle en la mano y pregunta aquello de “¿Quién es el dueño de esta pocilga?” entenderán el tipo de silencio espeso, como de muerte inminente, que se hizo en el restaurante entre aquellos que hozaban en él.
La camarera miró a mi amiga con condescendencia y, tras rebuscar en el fondo de un cajón que no había sido abierto en años, le dio un cuchillo y un tenedor. Algunos de los que nos rodeaban nos miraron con envidia, pero el barcelonés medio sería capaz de morir antes que reconocer que está haciendo el ridículo, así que todos volvieron a sus extravagantes contorsiones como si allí no hubiera pasado nada. Cenar rodeado de individuos a los que parece que les hayan cortado los tendones del cuello es una experiencia peculiar.
Viene esto al caso de ese capítulo de Sentimentalismo tóxico, el ácido y muy recomendable libro de Theodore Dalrymple, en el que este habla de esa metástasis de la compasión que es el romanticismo de la pobreza. El autor habla de los somalíes, pero el ejemplo es aplicable a cualquier otro exotismo imaginable, incluido el etíope.
Se pregunta Dalrymple cuántos de los defensores del multiculturalismo serían capaces de mencionar una sola aportación somalí a nuestra cultura. Por supuesto, ninguno de ellos mencionará su cultura política, de la que los mismos somalíes huyen en cuanto pueden. Tampoco mencionarán, porque no la conocen, ninguna aportación literaria, cinematográfica, musical o arquitectónica. Tampoco conocerán nada de su ciencia, si la hubiera. Desconocerán sus costumbres, y si las conocen no podrán menos que considerarlas bárbaras y repulsivas. Mencionarán, eso sí, algún plato de su gastronomía, porque el multiculturalismo suele empezar para los multiculturalistas en la boca de su estómago y acabar en su esfínter.
Y sin embargo, dice Dalrymple, el multiculturalista que lo desconoce prácticamente todo de las culturas a las que venera afirmará con certeza religiosa que esas mismas culturas suponen un “enriquecimiento” para la sociedad occidental por el mero hecho de existir. Y añade el autor que esa es la clase de ideas que vociferan los borrachos a las 3:00 de la madrugada. Que todos somos hermanos, que qué bonita es la vida y que esta ronda la pago yo. “Huelga decir que eso no vale como sustituto del pensamiento genuino”, remata Dalrymple.
Pero yo sí conozco algo más de Somalia que su gastronomía. Se llama Ayaan Hirsi Ali. Es atea y una feroz crítica del islam desde que su abuela le amputó el clítoris cuando ella tenía cinco años, lo que le ha valido vivir amenazada de muerte por el terrorismo islámico. Hirsi Ali podría explicarle a los defensores de la multiculturalidad aquello que no suele aparecer en las guías Lonely Planet. Pero para ello, los multiculturalistas deberían dejar de entrar en contacto con las culturas ajenas por la vía del estómago y empezar a hacerlo por la del cerebro. La ventaja de esta última vía es que no exige que retuerzas la lengua como si fueras una vaca dándole duro a un bloque de sal. Aunque viendo las dificultades de muchos españoles para leer sin trabucarse y comprendiendo lo leído, me temo que ya ni siquiera eso.