Lo que la duodécima le ha enseñado al mundo es, en lo esencial, lo que Zidane siempre nos ha enseñado a los madridistas. Que no tenemos ni idea de fútbol. De hecho, es muy probable, hoy lo veo todavía más probable que anteayer, que el fútbol sea la actividad antiintelectual por excelencia. Nadie tiene ni idea de fútbol y todo lo maravilloso que tiene este deporte se sustenta sobre esa premisa que nos permite discutir por toda la eternidad sin llegar jamás a una conclusión definitiva.
Yo recuerdo al Zidane jugador y aquellos cursis suspiros colectivos del Bernabeu cada vez que dormía un melón con el exterior y también recuerdo cómo me irritaba esa apatía con la que estiraba la patita, como haciendo el esfuerzo, cuando un jugador rival pasaba por su lado con el balón. Al Zidane jugador que venía de la Juventus lo recibimos deslizando aquella especie de que el Madrid jugaba mejor cuando él no estaba en la alineación y, tras el cese de Benítez, al Zidane entrenador que venía de no ganarle a La Roda lo definimos como una figura de transición, un hombre de consenso, que es lo peor que se puede ser en esta vida.
En muchas segundas partes de esta temporada he mascullado desde mi asiento “qué pocos recursos tiene nuestro Zizou” cuando los recambios llevaban 25 minutos calentando en la banda, que parecía aquello teatro del absurdo, sin que nadie les hiciera salir por Benzemá o por Bale o por Cristiano o por cualquiera de aquellos astros irritantes que en algún instante decisivo nos han de helar el corazón a los que creemos que tenemos alguna idea de fútbol.
Ya dijo Fred Astaire que “una cosa es lo que logras y otra lo que te reconocen”. Zidane está en las fotografías de cuatro de las seis copas de Europa a color que el Real Madrid ha logrado y habrá quien trate de borrarlo de las imágenes como si fuera el Trotsky de la Revolución de Octubre.
Del carácter totémico de Zidane nadie dudaba, lo que no teníamos tan claro era que él fuera lo que exactamente necesitaba este Madrid, un tipo del que todos en ese pandemonio que es el vestuario blanco supieran que había provocado silencios de muerte en el Bernabéu, que es un estadio que vale más por lo que calla que por lo que silba.
La medida del éxito son las pulgadas que separan el remate de Ramos en Lisboa del poste que defendía Courtois. Eso es lo que jamás entenderán los que todavía creen que saben de fútbol, que sólo unas pulgadas separan cualquier argumento futbolístico del fracaso.
Por eso amamos al Real Madrid los que amamos al Real Madrid, porque es el único club que ha asumido con toda su crudeza que este es un deporte donde o se gana o se muere, sin que exista un término medio, y que lo que separa la gloria del fracaso es algo tan banal como el talón de Khedira. Ese sentimiento trágico de la vida y del fútbol que hace que jamás nos vayamos a acostumbrar a la felicidad que hoy sentimos, por más que se repita tantas veces.