Con Juan Goytisolo tengo una espinita: era un escritor que me hubiera gustado que me gustase, pero no me gustaba. Me hubiera gustado que me gustase porque me gustaban (y me gustan) la heterodoxia, la disidencia, la rebeldía, la búsqueda de la libertad. Pero no me gustaba porque no terminaba de convencerme el modo en que esas cosas se encarnaban en él: ni en su figura ni en sus novelas. Lo veía demasiado envarado, premeditado, sin ligereza ni gracia; con una adustez que me resultaba incómoda. Sin embargo, le tenía aprecio. Y, sobre todo, me parecía un hombre íntegro.
Sus novelas me parecían ambiciosas, complejas, singulares: pero sin vida. Al final, pasto para lo que él detestaba: filólogos y profesores. Esto yo lo veía como una desgracia (una desgracia suya que sentía yo; quizá –lo reconozco– por mi incompetencia para apreciarlas): porque lo cierto es que simpatizaba con el discurso de Goytisolo sobre la literatura. Pero ese discurso no lo veía yo logrado en sus libros, sino otros de nuestra tradición literaria que defendió: el Libro de Buen Amor, La Celestina, La lozana andaluza o el Quijote. Para mi propia biografía lectora, la importancia literaria de Goytisolo no estuvo en las propias obras de Goytisolo, sino su defensa de esas otras como obras vivas y contemporáneas, ejemplares y maestras. Por eso, de lo que escribió Goytisolo lo que prefiero son sus ensayos, como los de El furgón de cola y Disidencias.
Tenía algunos de los tics del “intelectual internacional”, pero estaban contrarrestados por su vida diaria, discreta; y por algo más importante e infrecuente: siempre estuvo políticamente en su sitio. A veces resultaba tópico en sus posicionamientos, pero en lo fundamental acertó. Siempre fue crítico con las dictaduras, con los nacionalismos, con los fanatismos; jamás justificó los crímenes ideológicos ni tuvo una actitud tibia hacia ellos. Y estuvo con escritores menospreciados como Manuel Puig o Guillermo Cabrera Infante. En este sentido, por él mismo y por comparación con buena parte de sus colegas, fue intachable.
En los últimos años lo he tenido presente, porque mi amigo el novelista Juan Francisco Ferré, admirador y amigo suyo, lo ha tenido presente en nuestras conversaciones. A él le he dado el pésame. Ferré lleva recomendándome desde el principio La saga de los Marx, novela que publicó Goytisolo en 1993. Me insiste en que solo después de haberla leído podré decir, si no me gusta, que Goytisolo no me gusta. Para Ferré, naturalmente, es imposible que no me guste. Hasta ahora no la he leído, quizá para terminar este artículo con esa esperanza.