Joe Mande es un humorista norteamericano con más de un millón de seguidores en Twitter y un parecido inquietante con Juan Carlos Monedero. La biografía de Mande dice así: “Twitter es basura, Facebook es el demonio, me compré un millón de seguidores por 400 dólares, nada de esta mierda importa, la Antártida se está derritiendo”.
Joe Mande no miente. En este artículo publicado en la revista New Yorker, Mande explica cómo se propuso convertir su cuenta en la más seguida de Twitter comprando decenas de miles de seguidores falsos. Primero a través de un vendedor al que encontró en Fiverr.com. Pero esos seguidores falsos, que adquirió por apenas cinco dólares, eran de mala calidad. Sus nombres eran sucesiones aleatorios de números y sus biografías estaban vacías. Twitter no tardó en eliminarlos.
El humorista recurrió entonces a un vendedor moldavo del mercado negro de seguidores falsos. Los robots que le vendió el moldavo eran de mejor calidad. Sus nombres parecían reales y sus perfiles mostraban fotos y biografías robadas de otros usuarios de Twitter. Pronto, y a un ritmo de veinte dólares cada tres días, la cuenta de Joe Mande subió hasta los novecientos mil seguidores.
Pero llegados a ese punto Twitter detectó el engaño y comenzó a eliminar a sus seguidores falsos a un ritmo de varias decenas de miles al día. Mande se enfadó bastante. ¿Por qué eliminaba Twitter a sus seguidores falsos y no se atrevía con los millones de seguidores, también obviamente falsos, de personajes mucho más famosos que él, como Justin Bieber, Lady Gaga o Cristiano Ronaldo?
Con el tiempo, Mande encontró un tercer vendedor que le ayudó a superar la barrera del millón de seguidores. Desde entonces, el genocidio de seguidores falsos de Mande parece haberse detenido.
Mi historia es parecida a la de Jack Mande. Como él, yo también entré en Twitter obligado por una amiga (Paula Fernández de Bobadilla). Y también como en el caso de Mande, mi amiga me dijo que si no me hacía una cuenta en Twitter alguien la haría para tuitear idioteces en mi nombre. Sólo que en mi caso en concreto la que iba a crear la cuenta falsa y suplantarme era ella y no un tonto de baba con balcones a la calle. Así que me hice una cuenta de Twitter para evitar males mayores y hasta ahora.
A la semana, y sin necesidad de pagar (puedo jurarlo por ese Dios en el que no creo), aparecieron por sorpresa en mi cuenta unos cinco o seis mil seguidores falsos. Todos ellos de baja calidad. Twitter ha eliminado a muchos de ellos poco a poco, pero intuyo que otros tantos siguen ahí. Es probable que sólo un 30 o un 40% de mis seguidores sean reales. Supongo que lo mismo ocurre en otros muchos perfiles, pero no lo sé a ciencia cierta. Creo que existe gente que le da bastante importancia a este concurso de popularidad sin premio, pero a mí me importa un soberano pimiento.
A veces me pregunto qué hago en Twitter. Como en el caso de Joe Mande, Twitter es en mi caso una forma (muy adictiva) de perder el tiempo. Twitter me distrae de mi verdadero trabajo, aquel por el que me pagan con dinero de verdad y no con me gustas y retuits, y acentúa las peores partes de mi personalidad. Twitter me vuelve narcisista, me encastilla en opiniones sobre las que yo mismo dudo, me induce una falsa sensación de liderazgo y me crea ansiedades allí donde antes no existían.
“¿Y si un grupo de chalados me reporta y me cierran la cuenta?”. “¿Y si se malinterpreta algún tuit obviamente sarcástico y me echan de alguno de los medios en los que colaboro?”. “¿Y si retuiteo alguna noticia falsa y quedo como un imbécil?” (eso ya ha pasado). “¿Y si alguno de los medios que podría quererme como colaborador se echa atrás por un tuit idiota?”. “¿Y si?”. “¿Y si?”.
A cambio, Twitter me da el placer de alguna conversación interesante con gente con la que no hablaría si no fuera a través de esta red social. A veces decido responder educadamente a algún trol especialmente recalcitrante y se produce un sano intercambio de sorpresas. Yo descubro que el trol tiene cerebro y el trol descubre que lo de Twitter no deja de ser un personaje. Yo descubro que él tiene argumentos (acertados o no, pero argumentos merecedores de ser debatidos) y él descubre que en caso de guerra civil yo sería la última persona de este país en pegarle un tiro (es probable que antes se lo peguen los de su propia cuerda ideológica).
Otras veces el trol no da para más, se encastilla en sus prejuicios, generalmente iletrados, y la cosa se queda ahí porque, como decimos en Cataluña, de donde no hay no chorrea. Yo no he diseñado el sistema de educación pública de este país y si lo que hemos sacado al mercado durante los últimos veinte años es este tipo de productos cárnicos, las reclamaciones al presidente del Gobierno, oigan.
Visto lo visto, se impone un balance de pros y contras. Que Twitter es una herramienta fácilmente manipulable en la que el 90% de la conversación son a) idioteces y perogrullos, b) linchamientos adolescentes, y c) ruido y mentiras, es una obviedad. El 10% restante es bastante aprovechable. Pero ese es el mismo porcentaje de cal y arena existente en la vida real.
Y si Twitter no mejora los porcentajes de la vida real, me pregunto para qué sirve Twitter.