Me conoce bien. Nos unen las noticias y una larga vida en común. Hablamos. No mucho, pero hablamos. Un buenos días. Un qué tal. Un cómo van las obras. Un ¿has visto?
Lamentamos el cierre de algún negocio. Aplaudimos la llegada del buen tiempo. Nos quejamos de la lluvia. “Palabras. Palabras. Palabras”, como la escena de Hamlet. La sonrisa cómplice. El gesto educado. La mañana constante. Un hola, un hasta luego, un mañana más.
Así desde hace unos veinte años. Vete a saber. Tal vez más, o tal vez menos, que la memoria es muy caprichosa pasados los cuarenta y cinco. Somos una pareja duradera. De las de toda la vida, con alguna infidelidad permitida y consciente.
Conoce mis gustos. Es lúcido. Sabe de mis mohines al elegir. Al discrepar. Algún buff y algún “¡andá! Pertenece a mi vida como yo a la suya. La mirada cómplice, el “¿cómo te va?” y las palabras justas.
Así siempre, amigo.
Me ha visto madrugar, buscar con la mirada, elegir, pagar. Me ha visto cansado, triste y, a veces, esperanzado. Me ha visto de resaca, llegar oliendo a tabaco y a alcohol. Nos hemos visto crecer, madurar y contar los años desde el mismo lugar. O descontar. Tampoco lo sé. Me ha visto llegar acompañado, soltero, abandonado o ilusionado. Enamorado. Flechado. Vestido de fiesta. Encariñado. Harto. Jodido. Letárgico. Descalzo. Feliz. Me ha visto sonreír. Quejarme. Bramar, también. ¡Faltaría más!
Toda la vida pasa en su cabaña. En esa que abre de par en par como una caravana de verano. Como una roulote que decían los padres. Pasa la vida por ella igual que pasa la corriente cuando el río busca el mar. Esto suena a la canción.
Despierto y, tras mi café, voy caminando a su kiosco. Ya tiene todo ordenado, las revistas, la prensa, los deuvedés y algunas rarezas. Ha ido adaptándose a los tiempos con bebidas frías y alguna golosina. Pero su cabaña se ancla a la tierra como si fuera un roble, con raíces fuertes y ramas poderosas. Se agarra a la vida frente al café Comercial, cara a cara, sonriéndose mutuamente.
Cojo dos diarios, una revista mensual y pago. Tras nosotros pasa el autobús, se abre la tierra a nuestra derecha con la boca de metro Bilbao que escupe y absorbe gente. Huele a noticias y a café, a cruasanes y a tortilla de patata recién hecha. Zarpan los coches cuando el semáforo se pone verde. Arrancan como mugidos. Al otro lado de la acera se anuncia el Edificio Ocaso y a mis pies el mundo se desmonta o se desmorona. La vida. Las guerras, los amores, los gobiernos, las actrices, los estrenos, la fanfarria, la hoguera de las vanidades, los exabruptos del Congreso, los destinos de cine, los divorcios, la muerte… ¿Recuerdas? Los alemanes vestían de gris y tú, de azul.
Una portada. Una foto. Un amigo. Un adiós.
Digo “adiós” y me siento a tomar café antes de escribir este folio. Trago saliva con sabor tostado. Miro mi faro en tierra, ese que lleva toda la vida viéndola pasar. Mi kiosquero en su kiosco.