El otro día, a la pregunta de un periodista acerca de cómo se elaborará el censo para el referéndum, Marta Rovira, representante de ERC, respondió que a eso no iba a contestar. Y se quedó tan campante, demostrando así hasta qué punto el procés independentista de Cataluña ha acertado a pulverizar conceptos tales como la rendición de cuentas de los responsables públicos ante los ciudadanos que los eligen y que sostienen, con sus impuestos, tanto el gasto público como sus propios salarios.
Ya sabemos que tienen una coartada, no dar pistas para que el abyecto gobierno de Madrid no ponga palos en las ruedas, pero a estas alturas uno empieza a pensar en lo conveniente que resulta la existencia de ese enemigo y de sus asechanzas para justificar cualquier medida que los paladines del independentismo consideren preceptiva o, sin más, ventajosa. Y por superiores y sacrosantos que sean sus propósitos (en el sentir de sus correligionarios, que no en el del resto de la población), resulta cada vez más dificultoso tragar su guiso hecho de secretos inconfesables, verdades a medias y pantanosos eufemismos.
A medida que vamos avanzando hacia el choque de trenes, desmoronamiento del suflé o lo que quiera que sirva de desenlace a esta travesía interminable, aumenta la desfachatez con que sus guías conductores exhiben su convicción de encarnar las esencias de Cataluña, lo que les otorga, entre otros, el derecho a decidir y resolver en la más absoluta opacidad, sin obligación de justificarlo ante nadie más que la Historia, de la que, por otra parte, se erigen en caracterizados y exclusivos intérpretes.
Tal manera de proceder revela la verdadera naturaleza del conglomerado que impulsa el proceso, y que no es otra que la de un Movimiento, con mayúsculas. A semejanza de sus predecesores históricos, el procesismo funda a cada paso en sí mismo su propia legitimidad, lo que le coloca en situación de dar el paso siguiente: fundar también en sí mismo (y no en un marco legal, estatutario y constitucional preexistente, pactado con el conjunto de la comunidad que constituye el sujeto consensuado de la soberanía) una legalidad ad hoc que convalide sus actos.
La legalidad del Movimiento, por su propia naturaleza, ni se debate ni está sometida a otro escrutinio que el de su conductor o conductores, en quienes la colectividad abdica de cualquier juicio o análisis crítico de cuanto acontece o haya de acontecer. El secreto, las cartas en la manga, el ya se verá, son expedientes corrientes de su gestión. La luz al final del túnel, la redención que el proceso traerá, lo justificarán todo en retrospectiva.
La gran pregunta es cómo el gobierno español permitió, sin explorar seriamente alguna vía alternativa, que el evidente problema subyacente degenerase en este anacrónico esperpento.