La escenografía estaba preparada a su favor. También el momento, el vísperas de la diáspora agosteña que deja el país y todos sus puestos de centinela, relevantes o no, en manos de suplentes, becarios y aquellos que no tenemos a quien pasarle los trastos. Comparecía además encaramado a unos datos de crecimiento del PIB, recuperación del empleo y prima de riesgo (de sólo dos dígitos) por los que mataría la mayor parte de sus colegas europeos, más el cómodo colchón de unos presupuestos prorrogables que le permiten vadear la legislatura. En resumen, era mucho esperar que el presidente Mariano Rajoy sufriera el más mínimo tropiezo en su comparecencia como testigo ante la sala de lo Penal de la Audiencia Nacional, más allá de alguna respuesta inconveniente o poco ponderada que en el fragor del interrogatorio diera en escapársele. Había tomado precauciones para que eso no sucediera y, más allá de algún que otro chascarrillo demasiado relajado, el percance no llegó a ocurrir.
El asunto es feo, incómodo y todo lo que se quiera, pero en el estrecho contexto procesal de la pieza de la Gürtel en la que se le convocaba a testificar, Rajoy lo tenía fácil para achicarle los espacios al enemigo, con la esperable ayuda de un juez de línea que no tenía más remedio que alzar el banderín una y otra vez. Tampoco puede decirse que anduvieran demasiado finos los letrados a los que hubo de enfrentarse (los juicios sobre cuya militancia, por cierto, no pueden resultar más pintorescos; como si un abogado, de parte, hubiera de ser imparcial). Estuvieron francamente lejos de exhibir ese implacable instinto asesino de los buenos delanteros centro (permítaseme reincidir en el símil balompédico, en honor al testigo y sus muy notorias aficiones), y mostraron más deseo que aptitud para colocarla en el fondo de la red. Por momentos, el testigo parecía hasta satisfecho de que se le hubiera permitido desarrollar la faena que sentía que estaba cuajando; casi como si le hubieran hecho un favor.
Lo que vino después de su deposición, esto es, las enérgicas peticiones de dimisión por parte de los secretarios generales de Podemos y el PSOE, no fue sino la guinda de su triunfo. A quien encabeza la alternativa morada siempre cabe recordarle que tuvo en sus manos impedir que Rajoy pudiera comparecer en esa vista como inquilino de la Moncloa, y que si no lo hizo fue bajo la ceguera de un cálculo (su potencial de fuerza ascendente), que el tiempo demostró erróneo. A quien hoy dirige los destinos en la sede de Ferraz, que fueron los diputados que representan a su partido en el Congreso los que bendijeron, con su abstención, la continuidad del presidente y testigo insumergible, ese hombre que les ha tomado la medida a todos y que pasado el trago, como un señor, se dispone a tomarse unas plácidas vacaciones.