He aquí un paisaje urbano de Caracas, centro administrativo, político y cultural de Venezuela. He aquí el retrato vivo del pueblo en lucha por una bocanada de aire puro de El Ávila, también conocido como Parque Nacional Waraira Repano, recreo de turistas y pulmón insuficiente para las calles del gas y la tanqueta.
La imagen fue tomada cualquier día de la semana pasada y es sólo una más entre las decenas de miles que ilustran la desgracia cotidiana de ser venezolano bajo la férula de Nicolás Maduro. En esta alegoría de la democracia chavista coexisten la armonía del neoclasicismo y la tensión dramática del romanticismo.
Hay simetría en los personajes y hay tensión trágica en el contraste entre las armaduras de los antidisturbios y el cuerpo desnudo y lampiño del muchacho. La camiseta destrozada -que podría servir de taparrabos-, el torso delgado y la cadera inclinada convierten a este chico en un San Sebastián aseteado por antirrevolucionario, por oligarca y por imperialista.
El hombre carece de los músculos inverosímiles con los que Gericault inmortalizaba a los náufragos porque es hijo de los economatos del régimen. Pero el gesto de asfixia, la cabeza amoratada, la boca abierta, el puño cerrado y el aplicado esfuerzo de los dos agentes de la Guardia Nacional replican los tormentos inveterados de la imaginería religiosa.
Hay quien pregunta si Venezuela es o no una dictadura.
¿Es Venezuela una mujer joven o una vieja, mi mujer o mi suegra, un pato o un conejo? Una mirada desprejuiciada no admitiría la tentación de ambigüedad. Probablemente la respuesta del muchacho tampoco.