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Esta fotografía, tomada el jueves durante el homenaje tributado en Rubí a las víctimas del ataque yihadista de las Ramblas, forma parte de una escena que ha sido aplaudida y aclamada con una inmoderación elocuente.
En la imagen el padre del pequeño Xavi, el niño de tres años asesinado por los yihadistas en las Ramblas, consuela al imán suplente de este municipio barceloní, Driss Sally.
El hombre, Javier Martínez, ya había dicho que necesitaba “abrazar a un musulmán” y que comprendía el “dolor de las familias de los terroristas”, lo que igualaría el pesar de las víctimas y de los congéneres de los victimarios si la sima de dolor que atenaza a este padre desolado fuera un argumento de autoridad. Va de suyo que en el dolor de los familiares de los asesinos debe de persistir un poso inevitable de vergüenza y de culpabilidad.
Este gesto -cabe preguntarse si por esperado- ha sido elevado principalmente a símbolo de convivencia y fraternidad frente al fanatismo en esa corrala bizarra y sedienta de asideros que conforman los medios de comunicación y las redes sociales. Pero hay opiniones para todos los gustos.
En cierto modo, el aplauso fervoroso o incrédulo de los testigos de esta escena ilustra el catálogo de emociones que ha suscitado este abrazo. Vemos a un mosso, a un bombero, a un miembro de protección civil y a varios vecinos. Sus expresiones son homologables en la pesadumbre, pero con matices singulares. Unos parecen responder con sorpresa y arrobamiento, otros destilan incredulidad, estupor y embarazo.
¿Estamos entonces ante un abrazo “ejemplar”, “valiente”, “piadoso”, “inexplicable” o “necesario”, según los calificativos más repetidos?
Es normal que las circunstancias extraordinarias produzcan reacciones excepcionales, por no decir exageradas: luego, la propia extrañeza, una vez reposada la sorpresa, sirve para relativizar esa primera admiración. Para mí que se trata de una muestra más del desconcierto que suele acompañar al horror.