Este es un retrato y puede ser un tratado. Sobre la futilidad de la alegría, sobre la naturaleza efímera del éxtasis, sobre la levedad de las emociones, sobre la expresividad humana, sobre la masa y la mansedumbre, sobre las expectativas defraudadas, sobre el engaño, sobre la traición, sobre la levedad de la república ilusión, sobre los 43 músculos del rostro, sobre la teatralidad de la vida, sobre la venganza venidera, Carles.
Podríamos seguir, claro, porque allí, (otros) páramos anejos al Parlament de Cataluña, martes 10 de octubre, había multitudes aguardando el anuncio de la declaración unilateral de independencia anunciada, prometida y legitimada por el rodillo independentista -leyes de desconexión- y por la torpeza del ministro Zoido -cargas policiales- durante las semanas previas.
Ambas imágenes se han convertido en un icono del desenlace irresuelto del desafío indepe. En la primera, una multitud enfebrecida alza los brazos en señal de victoria porque Carles Puigdemont acaba de decir algo así como que proclama -"asumo el mandato"- la independencia de Cataluña. La composición es perfecta porque la mujer de camisa blanca encarna en su expresividad desaforada el sentimiento colectivo.
Hemos visto imágenes similares en las gradas de cualquier estadio, de lo que se puede concluir que si el gol que decide un campeonato es una sublimación del mejor sexo o de un premio gordo en la Lotería Nacional -la nación es transferible-, lo de la independencia de Cataluña quedó en derrota irredimible, en sueño mojado o en una versión mal concebida de aquel anuncio en el que una señora cree haber ganado el gordo y familia y vecinos -ya es mala idea- se confabulan para perpetuar el engaño.
Entonces llegamos a la siguiente imagen con un intervalo de timbales de ocho segundos: lo que dura la gloria. La misma multitud, la misma señora camisa-blanca-de-mi-esperanza retuerce el gesto o lo petrifica: automatismo de una insondable decepción.
Es decir, en versión deportiva, el golito de marras (1-O) puntuó al rival, o fue anulado por fuera de juego, o fue fallute inexplicable. En alternativa ludópata, todo el pueblo se ríe de la viejita por crédula y Dios dirá si la señora burlada sucumbe a la depresión o envenena a los malvados. Desde una perspectiva erótico-festiva, Carles Puigdemont hizo la cobra a todo el mundo tras largos meses de lubricidades sugeridas. Que cada cual escoja la faceta más llevadera de su decepción.