El constitucionalismo vive felices días de gloria. Con Puigdemont huido y haciendo el ridículo en Europa, con los independentistas descabezados y también asombrados ante el último movimiento del expresident, la fuerza devastadora con la que apareció, hace solo un mes, la posibilidad de independencia real en Cataluña parece desvanecerse mucho más rápido de lo que creció.
Pero en pocas semanas habrá elecciones autonómicas y el escenario, igual que cambió radicalmente a partir del mensaje del Rey, puede volver a hacerlo en sentido opuesto. Si, como predice el Centro de Estudios de Opinión de la Generalitat, se repite el resultado de 2015, con mayoría absoluta para Junts pel Si y la CUP, el regreso a la casilla de salida generará una depresión de incalculable tamaño para quienes hoy festejan, rojigualda en mano o en el balcón, el triunfo de la España constitucional.
Indudablemente, es pronto para someternos a tal infortunio, el de la repetición de la jugada política, con las coaliciones y los deberes aún por hacer, pero resulta necesario contemplar esa posibilidad con agudeza y anticipación.
Por supuesto, semejante decepción para los partidos unionistas obligaría a que se reflexionara con toda seriedad sobre la generación de un marco alternativo al actual: no tendría sentido ninguna otra cosa; no lo tendría un artículo 155 en permanente estado de vigencia ni un Parlament de tendencia mayoritaria independentista en un entorno que niega una y otra vez semejante posibilidad.
Claro que las encuestas fallan. Que se lo pregunten a Pablo Iglesias, que llegó a verse en la Moncloa hace no tanto, cuando el mercado andorrano vendía la berenjena a precio de caviar ruso. Y, de paso, que le pregunten al líder de Podemos qué está haciendo ahora con su partido, cada vez más cerca de la vieja política que tanto criticó que de la nueva de la que se erigió en estandarte.
Pero los sondeos, cuando se hacen bien, como parece haber sido el caso de este CIS catalán, a menudo aciertan. Y este barómetro de opinión vaticina un crecimiento del sí a la independencia de 7,6 puntos. Si es el caso, la inteligencia que se le atribuye a Mariano Rajoy al respecto de la gestión de la crisis territorial, de la que habla hasta el presidente de Freixenet, Josep Lluís Bonet, pasaría a ser interpretada de un modo muy distinto.
La convocatoria de elecciones desde Madrid con el fuego de la últimas semanas a 600 kilómetros aún por extinguirse se antoja un movimiento de lo más democrático, uno quizá imprescindible, pero también puede resultar demoledoramente peligroso. Quién sabe dónde estará la marea de la opinión en Cataluña pocos días antes de Nochebuena.
En España ya hemos vivido unos comicios adulterados, en aquel caso por un salvaje acto terrorista, y sabemos hasta qué punto los asesinos consiguieron redireccionar el sentido del voto de muchos electores. No cabe duda de que las condiciones de normalidad que cabría esperar del período electoral no se dan ahora mismo en Cataluña. Por eso habría que preguntarse si agotar el plazo de seis meses que inicialmente se autoimpuso Rajoy hubiera sido mejor para lograr una jornada en las que los votantes ejerzan su derecho al voto en un contexto de absoluta serenidad.
En cualquier caso, con la mayoría de formaciones políticas aceptando participar en la cita del 21-D, cada uno por sus propias razones, resulta del todo escandaloso que el expresident continúe en Bélgica, desde donde manda buenos deseos a los ciudadanos catalanes que lo habían seguido hasta que él se salió de la curva y, con ella, del país.
No, no ha ido a Bruselas a pedir asilo político, porque no se lo iban a dar. Tampoco se ha lanzado al exilio para fortalecer la causa independentista. Después de la declaración de independencia, la celebración de la misma y su folclórica espantá, Puigdemont solo ha logrado debilitar más lo que lideró y eludir, momentáneamente, su detención. A nadie se le debería exigir convertirse en un héroe, mucho menos en un mártir; pero los políticos con responsabilidades decisivas sí deberían, al menos, no ser unos cobardes.