Poco a poco nos estamos quedando sin palabras. Desaparece Interviú, desaparece Tiempo. Se han evaporado ya muchas cabeceras y verán cómo se evaporarán muchas más en menos que canta un gallo. Desaparecen las palabras no porque nos estemos quedando mudos y no tengamos nada que decir sino porque muchas de ellas, las impresas, se van difuminando a pasos agigantados, diluyendo delante de nuestros ojos, como si ya nada pudieran contarnos, como si fueran un estorbo, un resquicio del pasado, algo viejuno en una sociedad que mira tanto al bosque que se olvida de las ramas que tiene enfrente. El problema no es que las letras sean impresas o no –es simplemente la consecuencia–, el drama es que ya nadie parece querer leer entero, ya nadie quiere leer de verdad, nos echamos en brazos del resumen, de la palabra disminuida, de ese sujeto, verbo y predicado que adormece y aborrega, que cierra nuestra imaginación.
Habrá quien piense, y puede estar en lo cierto, que Interviú, Tiempo y otras muchas más deberían haber desaparecido tiempo ha, que ya no tenían mercado, que estaban muertas y no lo sabían. Pero no hablamos sólo de estas revistas ya caídas o de los periódicos que están por despeñarse. La realidad es que no queremos leer, punto. No queremos leer más allá de lo imprescindible porque supone un esfuerzo, extraordinario por lo visto; no queremos leer y tener que hacernos demasiadas preguntas que a lo peor no podemos responder. Preferimos que alguien nos los lea y nos lo edite y si es con un vídeo mejor, y si es con una audio mejor. Queremos que alguien cocine todo lo que nos llega y poder así cerrar los ojos con tranquilidad, echar las palabras a un lado y dormirnos en sonidos e imágenes que nos faciliten la existencia.
El problema no es que los medios de comunicación nos hayamos echado en brazos de la comodidad al darle al lector lo que quiere en lugar de lo que creemos que le puede venir bien o de aquello que consideremos realmente importante. El problema es que hemos claudicado, nos hemos rendido sin dar la imprescindible batalla que en otros tiempos dimos y que ahora sin embargo se nos antoja agotadora, encaminada al fracaso y sin futuro alguno. No quiero pecar de prepotente al presumir que nosotros sabemos más que los propios lectores lo que quieren leer, por supuesto que no. Pero lo que sí sabemos es que tenemos la capacidad de abrir nuevos caminos, de no tirar por lo cómodo y fácil, de librar batallas sin pensar que están perdidas de antemano, de arriesgar, de ganar adeptos aunque sea de uno en uno. Al menos deberíamos intentarlo antes de rendirnos a la clase media, al cortoplacismo y sus consecuencias.
Caen cabeceras, la prensa de rotativa mengua día tras día, los textos largos no se leen más allá de la mitad y con mucho esfuerzo, de los libros nos quedamos con la sobrecubierta, triunfan los textos de ciento y pico palabras, y las pocas de estas palabras que utilizamos, las descuartizamos porque nos parecen demasiado largas…
Gabriel García Márquez dijo en cierta ocasión que “un escritor es aquél que escribe una línea y hace que el lector quiera leer la que sigue”. Hoy quizá no hubiera tenido la oportunidad de escribirla ni los lectores de leerla.
Pd.
Hablando de palabras, acabo de dar con alguien que sí le gustan. La película podría muy bien titularse El hombre que robaba las palabras y contaría la historia de un cartero recientemente condenado a dos años de cárcel y a pagar una multa de 1.800 euros por quedarse con más de 3.000 cartas, exactamente 3.272, a lo largo de 10 años. Ni las abría ni las tiraba, simplemente las guardaba en el trastero de su vivienda donde fueron localizadas por la Policía Nacional. La historia es real, la leí en un teletipo de la agencia EFE el pasado 4 de enero. ¿Por qué se roban las palabras ajenas? Me pregunto, ¿por qué te las quedas?, ¿por qué las archivas?, ¿por qué las mimas...? Me gustaría poder hablar con este ladrón de palabras, de conversaciones ajenas; seguro que tiene una historia que contar. Con un buen guión, un buen director y un buen cartero ésta es una película que me gustaría ver.