"No me echaré atrás", "¡seguimos!". El tuit con el que Puigdemont ha querido contrarrestar sus mensajes de claudicación cazados al vuelo por la cámara de Ana Rosa recuerda a los esfuerzos del boxeador destruido que, hecho un guiñapo, aún trata de convencer al árbitro de que no pare la pelea porque está en condiciones de continuar. Da pena más que otra cosa.
Es un poco también como el chulo de piscina que tras exhibir su musculatura desde lo alto del trampolín se abre la cabeza en el salto y vuelve diciendo que no ha pasado nada, que no duele, cuando la verdad es que está para que se lo lleve la ambulancia sin perder un minuto. Patético.
Quizás como el espontáneo que se echa al albero y al que el toro cornea, arrastra y pisotea cual dominguillo, y tras salir milagrosamente vivo intenta, maltrecho, un gesto taurino, un desplante al mercancías que acaba de pasarle por encima. Bochornoso.
El tuit autojustificativo de Puigdemont es un tuit post mortem.
No han faltado quienes, como el recluta patoso Comín, han anunciado denuncias por "revelación de secretos" y se han puesto a rastrear de inmediato cuántos países del universo consideran delito grabar a un tío mirando el móvil en un lugar público al que han sido convocados expresamente todos los medios de comunicación. Coinciden estos detectives, uno arriba uno abajo, con los que consideraban poco menos que crimen de lesa humanidad aquel comentario de "al osito ya verás cómo lo van a poner", compartido por tres agentes cachondos pillados por otra cámara el día del traslado de Junqueras a la cárcel.
El titán capaz de sostener sobre sus espaldas la república catalana en el exilio, de protagonizar proezas como la investidura telemática; el coloso que alardeaba de tener en jaque al Estado, de burlar a los agentes del CNI y de pitorrearse de los jueces del Supremo; el genio que se permitía dar lecciones de ética y de democracia a Europa se ha despeñado de la forma más estúpida. Y para excusarse se nos ha declarado "humano". Quién lo hubiera dicho.