La multitud tiene muchas ventajas. Sirve, por ejemplo, para plantarte en un hospital en el que dos agentes custodian a un narcotraficante que se ha roto la pierna tras una persecución callejera y llevártelo por las bravas para ponerlo a salvo. A salvo de la Justicia, entiéndase.
La escena, tan de película del Oeste, solo que registrada este miércoles en La Línea de la Concepción, me ha recordado a aquel bautizo en Bembibre en el que, después de apurar la tarta y los licores del convite, los ciento veinte comensales salieron del restaurante haciendo la conga ante la impotencia del dueño y de los camareros, que se vieron incapaces de interrumpirles para atizarles la factura.
No hace tanto que este tipo de episodios dejaba un reguero de sangre, pero hoy la vida -particularmente la propia- se tiene en mayor estima.
El mogollón se abre paso. Vivimos tiempos en los que la cantidad lo es todo y todo lo justifica. Uno no se puede saltar la ley solo, pero si junta un volumen lo suficientemente gordo de infractores, pronto encontrará quien justifique su tropelía, incluso en las instancias más respetables.
Lo estamos viendo en Cataluña. Se puede ser supremacista, xenófobo y pitorrearse de la legislación de forma similar a como lo hacen los matones del narco en Cádiz y esperar recompensa. El truco está en conseguir lo que en Sociología se denomina "masa crítica", esto es, la cantidad mínima de personas para que salte el clic y acontezca el fenómeno que perseguimos.
La gente está de moda. Todo se sacrifica a ella. No es un fenómeno nuevo. Lo advirtió hace un siglo Ortega: la muchedumbre ha dejado el fondo del escenario y se ha convertido en personaje principal. Las redes sociales le han dado el último empujón a la masa.
El grupo se ha acabado por imponer al individuo, que sólo podrá ser un friki, un loco a la intemperie, como Arturo Valls en la Gala de los Goya. Y hay que decir que el colectivo tiene muchas ventajas. Protege. Da seguridad. Es fácil cobijarse en él. Pero acaba oliendo como el vagón del metro en hora punta.