Tradicionalmente, los medios de comunicación se alimentaban de tres materias primas principales: información, opinión y chismes. Según la idiosincrasia del medio, que viene a ser la de quienes lo consumen, podía predominar una u otra. En algunos se procuraba reducir al mínimo el chismorreo; mientras que en otros, en cambio, se traficaba con rumores a mansalva, sin cuidarse demasiado de si los hechos acabarían corroborándolos o no. En definitiva, se trataba en ambos casos de atender a las preferencias de sus respectivas audiencias. Del mismo modo, había medios que priorizaban la búsqueda de noticias -ya se sabe, eso que alguien en algún sitio no quiere que se sepa-, mientras que otros apostaban más por la opinión; un contenido que tiene la ventaja de ser más barato y que hasta puede llegar a proporcionar un lucro. Por ejemplo, cuando se produce al gusto y con arreglo a las conveniencias y la agenda del poder.
En esta era de la comunicación 3.0 los medios continúan alimentándose de esas tres mercancías, en proporciones variables que siguen teniendo que ver con su carácter, aunque en cómputo global los chismes y la opinión han ganado espacio y ha retrocedido la información. Es esta una consecuencia más de la crisis de ingresos, que invita a la producción y difusión de los contenidos menos costosos y más rentables a corto plazo.
A esos tres elementos tradicionales ha venido a unirse en los últimos tiempos un cuarto. Resulta difícil definirlo, pero quizá sea hora de buscarle una etiqueta contundente, sobre todo cuando se trata de deplorar su irrupción, como es el propósito de estas líneas, proclamado desde su titular. No es información, no es opinión, no es ni siquiera chisme: es pura y simplemente, lo que la mente de cualquiera vomita al calor de un acontecimiento, sin ningún tipo de reflexión o consideración previa y sin necesidad de indagar si las premisas de hecho sobre las que se pronuncia son reales, completas y correctas, o una invención, una mutilación o una desfiguración grosera de lo acaecido.
Estos vómitos mentales tienen su espacio natural en las redes sociales, que son a estas alturas un medio de comunicación de nuevo cuño -el principal o incluso el único para cada vez más personas-, y desde ellas acaban llegando a los medios tradicionales, que se hacen eco generoso de ellos. El vómito mental no mejora nuestro conocimiento de ningún asunto, no remedia ningún mal ni lo esclarece; tan sólo sirve como desahogo a su emisor y para añadir dolor, ruido y suciedad a los hechos ya de por sí dolorosos o problemáticos que suelen suscitarlo.
Las redes lo propician -o cuando menos, no lo impiden- porque su viralidad les resulta beneficiosa y acaba alimentando su cuenta de resultados. La pregunta es si fuera de ellas tiene sentido darle a este subproducto la difusión que llega a alcanzar. Tras la última sobredosis, algunos nos permitimos dudarlo.