La noche de fin de año de 1946 Daniel fue visto por última vez en Colmenar de los Frailes, después del sarao. Ni amigos ni familiares lograron dar razón de su paradero cuando su prometida acudió al día siguiente, como solía, a merendar con él. Tuvo que tomar sola el chocolate con mojicones esa tarde y todas las otras hasta el primero de julio del setenta y uno. Y no porque entonces encontrara por fin a su novio sino porque Mamerto Gago, curandero local, le prohibió el chocolate.

Un día, desde decenas de pueblos y ciudades de España, los viejos compañeros de armas de Daniel reconocieron el rostro cacarañado en los noticiarios televisivos. “Dani el Verrugas”, “el Rabón”, “el Botarate”, se había convertido en un sesentón, contra todo pronóstico apuesto, y, lo que es más notable, en el último Premio Nobel de Literatura. El caso es que lo presentaban como el novelista Marco Danieli, argentino. A partir de ese momento, su prometida –al menos así seguía ella considerándose– abandonó también los mojicones y cualquier otro tipo de alimento, pereciendo de inanición y de despecho en una yacija circunvalada por los incensarios de Gago y por los recuerdos de Daniel, objetos insignificantes trocados en reliquias por el prolongado culto.

 

Circularon por la aldea todo tipo de versiones. Los que habían sostenido al principio que Daniel no podía ser un Nobel, y menos de literatura, porque a los dieciocho todavía escribía “bicicleta” con uve, hubieron de doblegarse a la evidencia al examinar más detenidamente su trabajado rostro en los diarios y en las pantallas. Para mayor abundamiento, el premiado casi no tenía acento argentino; su castellano sonaba más bien tosco y mesetario. Es más, durante una entrevista en la CNN, que se siguió desde el casino del pueblo, vía satélite, con expectación similar a la del memorable pase privado de Garganta profunda, todos pudieron oír cómo el laureado, al evocar supuestos juegos infantiles junto al Mar del Plata, decía una y otra vez “vicycle”.

 

Se creó una comisión, presidida por el alcalde pedáneo, para reivindicar el origen del escritor. El órgano envió cartas a todos los periódicos de Madrid, sin ningún resultado. Más tarde, el pleno del ente municipal tutelante aprobó una partida extraordinaria para que tres vecinos se desplazaran a la capital llevando consigo fotografías de infancia y de juventud del desaparecido –o del aparecido–, así como unas lenguas de gato para obsequiar a la ministra de Cultura. A los dos días el trío estaba de vuelta. La única entrevista conseguida fue con un falso reportero de televisión que los sacó después en un programa de humor para escarnio del populacho. Además se fundieron el dinero público la primera noche en una barra americana, junto a la estación de Atocha. Sobrevivieron gracias a las lenguas de gato.

 

El alcalde pedáneo decidió entonces tirar la casa por la ventana y mostró su disposición a enviar a otros tres vecinos, mejor seleccionados, a Buenos Aires, a costa del flaco presupuesto de la pedanía. Pero las experiencias de Atocha iban de boca en boca y, lamentablemente, fue imposible escoger a los comisionados al ofrecerse voluntarios todos los mayores de diez años.

 

Colmenar de los Frailes se sumió pronto en una especie de vergüenza colectiva, y se hizo como que se olvidaba el asunto. Corrieron los meses hasta que, una mañana, el literato descendió de un Audi negro en mitad de la Plaza Mayor cuando ya casi se habían borrado de la memoria colectiva los nombres de Daniel Expósito, Marco Danieli y Alfred Nobel. El falso argentino se fue derecho al estanco a preguntar por su prometida. La estanquera, antes de desmayarse, le dio noticia de la defunción, así como de sus sórdidas circunstancias. El Nobel lloró abundantemente sin perder la sonrisa mientras trataba de reanimar a la desvanecida. El galardón y las canas le habían conferido una elegancia desconocida. Luego caminó hacia el centro de la plaza, se topó con el viejo Matías –el de la casa de gomas y lavajes, hoy taller de macramé–, se fundieron en un abrazo y se sentaron al sol, en la terraza del bar de la Narcisa, a tomar un chocolate con mojicones. Expósito habló y habló de una Argentina real y de otra imaginada. Finalmente pagó y se despidió: Muerta ella, nada le debo a este lugar.

 

Yendo hacia el coche se volvió para ver la plaza por última vez. Vencido por la nostalgia, gritó ¡por aquí iba yo en vicicleta!, sollozó (sonoramente y sonriendo), y se marchó para siempre por segunda vez.

 

Lo dijo con uve, no hay duda; una uve tan clara y fricativa que parecía una efe: ficicleta. El Rabón, el Botarate, desconocía incluso la normativa fonética aplicable a su error. En el pueblo nadie volvió a referirse jamás al asunto. Eran tan puntillosos con las cosas de la lengua que la sola mención de los hechos les habría sumido en una insufrible vergüenza ajena.

 

Tras ver partir el vehículo negro, cuando el polvo levantado se hubo posado de nuevo sobre el suelo de la plaza, la Narcisa pasó la bayeta por la mesa de mármol, miró a Matías, a quien un día, mucho antes de perder la voz, amó en la trastienda con tanto secreto que ni ella misma lo recordaba, sacó un lápiz, escribió algo en una servilleta, se la pasó al viejo y se volvió a meter en el bar. Matías se puso unas gafas rotas y recompuestas con esparadrapo, y leyó: “Aquí no hay futuro, pero ahí fuera, donde florece el olvido, hasta los analfabetos hacen carrera.”

 

–No lamento haberte amado tanto, Narcisa. Tus movimientos trastornaban las rocas y los árboles. Tu cuerpo coronaba la vida de esta aldea ignota, igual que lo hace hoy tu pensamiento –musitó Matías.

 

Como una isla en mitad de la meseta, Colmenar de los Frailes siguió con sus manías y costumbres: las tertulias en latín, los pases de vídeos pornográficos, las conferencias sobre semiótica, el tute y el biribís, el teatro griego, el lanzamiento de cabras desde el campanario. Y nadie volvió a mentar las bicicletas sin que un rictus de burla y remordimiento se posara en los rostros. Era gente que sufría y gozaba, que lloraba y reía al mismo tiempo, apurando la vida.