Es comprensible que a la presidenta de la Comunidad de Madrid se la lleven los demonios cuando intuye que, después de haber salido airosa de la corrupción del PP madrileño, la posible adulteración de su currículum con un máster de chichinabo precipite el inicio de su caída y se convierta en el hecho más reconocible de su legado. Pero al querellarse contra los periodistas que destaparon el caso, en lugar de esclarecer con rigor y detalle las dudas sobre su pasado académico, Cristina Cifuentes amenaza al conjunto de la profesión y demuestra un indisimulado talante censor.
En esa huida adelante, Cifuentes ha encarecido el apoyo de Ciudadanos en la Asamblea de Madrid, ha descolocado a buena parte de sus votantes y ha comprometido el prestigio de una universidad pública sobre la que ya se cernían sospechas de haber servido de establo al material sobrante de su partido. Como imagen editorial del desaguisado, la carita de los tres profesores que avalaron una versión exculpatoria de los hechos y, acto seguido, anunciaron el inicio de una investigación interna que debería ser pública.
El asunto sería sólo grotesco de no ser también grave y cutre.
Es grave porque en los "no presentados" convertidos en 7,5 por la funcionaria Calonge, en el TFM desaparecido y cuyo motivo ni siquiera la supuesta autora recuerda y en las lagunas en torno a las fechas, tasas y calidad del tribunal que presuntamente la examinó subyace no sólo un probable trato de favor, sino posibles delitos de falsedad documental.
Y es cutrísimo porque el camino emprendido por Cifuentes recorre todos y cada uno de los hitos de esa geografía del bochorno que antes transitaron otros en el PP. Hemos visto a la presidenta desaparecer, titubear en directo, rehuir a la prensa, suspender su agenda, esconderse tras las siglas, descargar en la Universidad, comparecer en plasma y, por último, denunciar una conspiración y anunciar querellas. Todo, menos dar explicaciones convincentes: es decir, nada distinto de lo que hicieron en su día insignes escapistas como Ignacio González, José Manuel Soria, Francisco Camps o Sonia Castedo.
Con su querella, Cifuentes gana tiempo y se arroga la excusa perfecta para no hablar más de un asunto sub iudice, pero agranda la crisis y no acaba ni con las risitas a sus espaldas ni con la inspiración desatada de los creadores de memes para los grupos de whatsapp.
Como el mapa y el guión son conocidos, alguien debería recomendar a la presidenta de la Comunidad de Madrid que no siga equivocándose y que no caiga en la tentación de poner a trabajar a destajo a cuatro negros esta Semana Santa para tapar bocas con un puñado de folios mal plagiados y el sello de la UJCI estampado con una patata tallada. Cifuentes debería saber que el exconsejero valenciano Rafael Blasco, acorralado por los medios, presentó por todo lo alto un libro con facturas para justificar sus trapacerías en Cooperación y el material acabó pertrechando de pruebas incriminatorias a la Fiscalía.
La presidenta llega ya a tarde a pedir disculpas e improvisar alguna explicación si no del todo verosímil sí al menos digerible sobre ese rengloncito sobrante en su CV. Al arremeter en plan kamikaze contra la prensa añade a su torpeza un matiz singularmente siniestro.