Estoy viendo unas garras pintadas de rojo acabadas en punta que bien podrían pertenecer a una serie de televisión de esas con malos malísimos y buenos de bofetón. Es decir, unas uñas que podrían haber cambiado el rumbo de la historia. Eclipsarían, por cuidadas y reconstruidas, un plano en el cine, un anuncio de televisión y servirían, esto es lo admirable, para limpiar las escamas de una merluza de dos zarpazos.
Al contemplar las uñas de la señora –como un niño asombrado en un día de feria-, lo que más me llama la atención es cómo teclea en la pantalla del móvil, pero no sólo por el cuidado baile de tecla en tecla, y hasta cierto punto contorsionista, sino por el modo con el que debe coger el aparato, deslizarlo en la mesa o partir el cruasán levantando las uñas al cielo. Es una coreografía más complicada que el inicio de La La Land. Pienso: en esas garras cabe el pasaporte, el número de la cuenta corriente y parte del Guernica. Incluso las tablas periódicas, los reyes godos y los phrasal verbs. Resulta muy difícil ahuyentar una idea peregrina que me viene a la cabeza con carácter retroactivo: “Qué desperdicio de exámenes en el instituto”. Cuántos meses de sacrificio imbécil y de desaprovechamiento de chuletas en papel. Cuántos de estudio. Mi observación sigue con aire investigador.
Las uñas son prisioneras de los dedos, como seres vivos que desean huir de los nudillos, terminada la función. Más en este caso que nos preocupa. No es fácil imitar los gestos que hace la protagonista de esta columna para levantar la taza o deslizar las pantallas del teléfono. En la contienda, así lo imagino, ¡esto es la guerra digital!, hay toda una coreografía nueva que me asombra. Las uñas largas y puntiagudas son una fascinante obra de ingeniería y mímica. Pienso en cómo se sube las medias, cómo pasa las páginas de un libro, cómo se pone las lentillas, e incluso mi zozobra me lleva a cosas más complicadas de escribir aquí. Cosas íntimas. Cosas que estáis pensando pero que yo no debo, por respeto, pasar a palabras. Doy por sentada la duda y cierro el párrafo.
No es de extrañar que, cuando dejo de mirar las garras puntiagudas lacadas de rojo, me percate de que el café se ha enfriado. La culpa es mía, por mirar.
Salgo del local con la cabeza llena de preguntas y admiración. Y la realidad me abofetea no con una, ni con dos, sino con tres negocios al respecto en la misma calle: negocios de uñas. Nails, Nails, Nails. Así. Escrito en inglés. Al Hercule Poirot que habita en mí le corroe la duda: ¿negocios de uñas? ¿Tantos? A diez dedos por cada persona, veinte si contamos los pies, multiplicado por… Echo cuentas en el reflejo del escaparate. Y parado como Marcel Proust frente a la magdalena, me llueven las cuestiones: ¿Dónde fueron a parar las tiendas de muffins de colores? ¿Siguen vendiendo carcasas de móviles? ¿Antes hubo yogures helados con frutas y eso que llaman toppins? ¿Ya acabaron con las de cigarrillos electrónicos? Ese mismo local que ahora afila uñas para una guerra de colores ha ido variando el cartel todas esas veces, del muffin a la laca. ¿Qué será mañana?