En España un político no puede mentir, robar y saltarse las leyes... salvo que sea independentista catalán. Quiero decir que si Cristina Cifuentes hubiera sido presidenta de la Generalitat en lugar de presidenta de la Meseta, hoy tendría la coartada ideal.
En poco más de un mes han intentado destruirla. Primero le colgaron un amante; después, un máster de pega, y ahora un vídeo chusco grabado en el cuarto para rateros del desaparecido Eroski de Vallecas, que legalmente debería haber sido destruido hace siete años.
Cifuentes no está imputada por ningún delito; es más, se le ha causado un daño irreparable al airear un episodio y un trastorno -la cleptomanía- que jamás deberían haber salido del ámbito privado. O sea, que puede considerarse dañada en su imagen, en su derecho al honor y en su intimidad.
Lo dicho, si hubiera sido presidenta de Cataluña, Cifuentes sería hoy la víctima de una operación de las cloacas del Estado, y dos millones de personas azuzadas por Telemadrid estarían dispuestas a salir a la calle este próximo fin de semana para denunciar una persecución despiadada y brutal por razones políticas. A la manifestación acudiría una representación de UGT, de CCOO y de Podemos. No es casual que Pablo Iglesias haya sido el primero en criticar la grabación del súper y haya arremetido contra quienes pretenden "destruir sin escrúpulos a un ser humano".
Pero aunque Cataluña es España, España no siempre es Cataluña y a veces las cosas son lo que parecen. Y lo que parece es que Cifuentes llegó presumiendo de un listón ético que fue incapaz de aplicarse a sí misma, como sus enemigos políticos se han encargado de demostrar.
Ni hubo máster ni las cremas llovieron del cielo a su bolso. Así que el PP puede despedirse de ganar las próximas elecciones en Madrid, mientras Puigdemont, convencido de ganarlas, sueña con que se repitan en Cataluña.