Yo he visto cosas que ustedes no creerían: dos tipos de izquierdas peleándose por ver cuál era más pobre, lanzándose suburbios a la cara, institutos cascados, emblemas del gueto; como si las estrecheces vitales le insuflasen honra a su carné insurgente, como si el drama de la precariedad le diese una misteriosa pátina de respetabilidad a su discurso. “A mayor pobreza, mayor razón”, parecían creer mis amigos punkis. Eso a mí me parece una gilipollez como un piano, porque ahí tenemos a buena parte de la clase obrera votando inexplicablemente al PP, un partido avergonzante para la decencia intelectual y corrupto hasta los riñones. ¿Y esos electores qué, no son “pueblo”?
Las reyertas entre pseudo-revolucionarios me hacen sonrojarme. Emplean, al final, las mismas armas que la derecha. “¿Que quieres igualdad social? Pues bien que tienes fibra óptica”. Es la búsqueda de una pureza de clase absurda: Podemos, ya desde sus diatribas primeras -con sus “casta” y sus “limpiemos de pijos las instituciones”- nos ha pedido a los ciudadanos con conciencia social casi una analítica de sangre para pasar a su salón. Si hay anemia, hay verdadera izquierda. Si no hay barricada, no hay compromiso. El caso es que ahora les medimos con la vara que ellos mismos se han impuesto -la de que sólo mediante la austeridad supina se alcanza la dignidad-: se siente. No mutar en lo que uno repudia es de primero de estrategia política, Pablo Iglesias. Y la hemeroteca la carga el diablo.
A mí me han criticado -unos y otros- por ser progresista a la par que disfrutona y tener vicios que me pago con mi sueldo, con todo el enchufismo laboral que me permite un padre hostelero en Málaga y siendo incapaz de coger nunca ni el lápiz que no es mío. “Rockerita de capea”, me llamó una vez un hater, y me hizo gracia. Una no es el Banco de España, está visto -sólo una joven a la que le turba el precio de los aguacates en el supermercado-, pero la verdad es que de vez en cuando me monto el chiringuito con mucho garbo: por qué no un Jack Daniels, por qué no un taxi, por qué no una tablita de quesos en esa terraza tan apañá. La ostentación no me es asequible y tampoco me representa: ni los cochazos, ni las grandes marcas, ni los casoplones a las afueras, pero oigan, allá cada uno con su nómina. Quien quiera decidir por otro, que se levante en su lugar por las mañanas, curre sus horas y mame sus circunstancias. ¿Dónde ponemos el baremo: cómo tendremos rostro de establecer en qué y en qué no debe gastarse alguien su dinero?
Ninguno de los pequeños placeres financiados con mi trabajo me sacan los colores; ninguno desplaza ni un ápice mi pensamiento. No siento “vergüenza de los palos que no me han dado”, como escribía Gil de Biedma, convertido en poeta social por el bochorno de haber nacido señorito. Pero me acuerdo, con empatía -eso que nos hace humanos-, de las hostias que se llevan otros y reivindico mi derecho al pataleo por los que tienen menos estrella.
Cómo vamos a criticar la vida acomodada, si lo que deberíamos estar haciendo es dejarnos de prejuicios y peleando para que todo el mundo pueda prosperar y acceder a ella. A mí lo que me asquea es la sordera ante la realidad y la incoherencia: me da escalofríos que un presidente socialista no sepa cuánto cuesta un café. O que dos diputadas -una ya "ex"- desconozcan el número de parados que hay en Cataluña -dato que ni Marta Rovira ni Inés Arrimadas supieron responderle a Évole-. Me dilata las pupilas que Espinar trague Coca-cola después de pedir su prohibición. Y no me enferma que Pablo Iglesias tenga un baño con forma de coco, sino que se pose en él tras una insistente y a veces casposa política de símbolos. No me molesta su juguetona barbacoa; sí que se agarre al chuletón de vaca habiendo establecido que quien tiene asador en su jardín es el enemigo. Ya no sé si está traicionando al electorado o sólo a sí mismo.
A mis ojos, el hecho de que un líder como Iglesias haya decidido soltar la pasta en esa casa -sabiendo la que le iba a caer, porque el chiquillo, además de nuevo rico, es listo como un ratón- significa que ya no cree en el éxito de su partido. De perdidos, a la sierra. Galapagar o barbarie. Hay días que leo las noticias y no noto que los diputados estén trabajando para nosotros, sino nosotros para ellos. Eso sí: ojalá me invitase Pablo a esa piscina, que en mi edificio no hay, y la playa, que es gratis, me pilla a desmano. Podríamos debatir entonces si esta política nacional infecta mejoraría si algún dirigente se atreviese a escucharnos -de verdad- desde una casa que se pareciese en algo a la nuestra. Sonaba tan… de verdadera izquierda.