"A Màxim le han nombrado ministro de Cultura y Deportes", me escribió mi amiga Juana. Será otro Màxim, respondí, y seguí viendo Netfix, tan tranquila. Te mandé un mensaje de voz: "Max, me cuentan que eres ministro, qué cosas...".
Por si acaso, que la vida es muy rara, corrí hacia Google, que no decía ni mú sobre ti. Pues claro. Hay que ver, lo que se inventa la gente...
Mi teléfono empezó a tintinear. Tu nombre encabezaba todos los mensajes. Volví a Google, que esta vez dio positivo. Qué va, no puede ser. Twitter lo reconfirmó. Mi móvil echaba humo. Hostias.
Y mientras recibía felicitaciones como si la cartera fuera mía, yo solo quería preguntarte, con extrema urgencia: ¿Se acabaron nuestros desayunos en las cafeterías del barrio?
Entonces entendí que estuvieras un tanto distante estos últimos días. No fuimos juntos, como el año pasado, a firmar a la Feria del Libro. Te lo habrían propuesto ya. Imagino tu cara, tu sorpresa, tus dudas. Tus nervios. Tu no querer hablar de cualquier chorrada en nuestro camino hacia el Retiro.
Yo, en una dimensión paralela a los tuits, a las noticias y al carnaval imparable de mi WhatsApp, me perdía en mi lavadora mental. ¿Seguiremos susurrándonos confidencias ante un croissant y unas tostadas? ¿Nos enviaremos vídeos mañaneros divagando sobre la vida?
No habías contestado a mi primer mensaje, tampoco al segundo, esta vez en formato texto, que es más rápido de ver entre la catarata que debía ser tu pantalla.
"Amigo, coño, que es verdad. Estoy en shock", y un minuto más tarde: "¿Estás contento?", que es lo que se pregunta cuando una amiga se queda embarazada sin buscarlo y no tienes ni idea de qué decir.
¿Te cambiarán el número de teléfono? ¿Seguirás usando esa cuenta de Instagram por la que sabemos el uno del otro cuando viajamos? "Estoy en mi playa, tú en tu isla. Mira, te saludo desde la orilla", me contabas en tus vídeos. Viva la tecnología. Me ves. Te veo. ESTAMOS.
Hoy no hay vídeos tuyos en Instagram, ayer tampoco. Ya sé algo sobre los ministros. No graban vídeos para las redes sociales.
¿Seguirás saludándome desde tu orilla?
Mi teléfono seguía rugiendo. Dejadme en paz, que estoy mareada ahora mismo.
¿Cambiarás de barrio? ¿Seguirás viendo historias en cualquier anécdota, como cuando nos borramos los tatuajes juntos o cuando casi le arreo al décimo individuo que no cerró la puerta de aquella cafetería de la Glorieta de Bilbao?
¿Seguirás escribiendo?
No sé qué hacen los ministros al margen de su vida ministerial ¿Podremos quedar el día previo a Sant Jordi frente a la Casa Batlló y sentarnos en una terraza de Paseo de Gracia para partirnos de la risa? ¿Llevarás siempre traje?
Con lo que me gustan tus sudaderas...
¿Serás la misma persona? Suena a tontería, pero es que nunca he tenido un amigo ministro. No sé cuan radical es la metamorfosis, si la hay. ¿Seguiremos siendo amigos? Me pegarías una colleja si te lo preguntara en directo. Pero es que no sé si los ministros tienen amigas que dicen palabrotas, escriben salvajadas y salen a la calle en pijama.
No sé nada de los ministros, amigo. Nada de lo realmente importante, quiero decir: no sé si cantan en el karaoke, si beben cervezas en Malasaña, si se refugian en su gente cuando están tristes.
Rizando el rizo de esas casualidades de las que tanto hablamos, hoy estreno esta columna, que sustituye a la tuya, escribiendo sobre ti, querido Max. Cuántas veces, tras nuestras tostadas en el Comercial, te despedías alegando que ibas a terminar tu texto para EL ESPAÑOL. "Que tengo que entregarlo ya”. Hoy soy yo la que entrega, con ilusión inmensa y una nostalgia indeterminada, estas palabras que no son solo mías, que son nuestras y de nuestros desayunos interminables.
Honrada te tomo el relevo, amigo ministro.