No, no tuvo Fernando Hierro la personalidad suficiente como para quitar al portero inútil del Mundial. Ni tuvo Luis Rubiales la decencia de admitir, al menos, su fracaso, su enorme y disparatado fracaso, el mismo que arruinó anímicamente a millones de españoles durante un buen número de horas.
Este es un país en el que nadie admite sus errores, y mucho menos acepta sus responsabilidades. Ojala algún día cultivemos la humildad suficiente como para reemplazar esta desafortunada característica que domina nuestra idiosincrasia.
La intrahistoria revela que el presidente de la Real Federación Española de Fútbol echó al flamante entrenador del Real Madrid dos días antes de que estrenara la selección su Mundial. Y lo hizo con toda la imprudencia y toda la ignorancia, que arrojó después a los jugadores y al país, enviando a ambos al vacío futbolístico en estas tardes de verano.
El resultado fue que, en vez de asomarnos a la competición como la selección temida por la que se nos tenía, una de las grandes favoritas, apareció en Rusia un grupo de jugadores aplastado por las circunstancias que acabó ganando un único partido, de rebote, y a Irán; que no es, precisamente, una gran potencia en este deporte.
Pero no, no fue culpa suya. Ni, por supuesto, tampoco se arrepiente Rubiales de haber despedido a Julen Lopetegui, el entrenador que no perdió ningún partido con La Roja en dos años. Es más: volvería a hacer lo mismo. Eso dijo.
Llama la atención la prepotencia y la chabacanería de este presidente de la Federación que, a pesar de haber arruinado una parte del verano a muchos compatriotas al haber tomado esa delirante decisión, ni siquiera es capaz de asumir la debacle como propia. Aquí, en este rincón del planeta, casi nunca tiene uno la culpa de nada. Rubiales, nunca.
En todo caso, las responsabilidades son, como ocurre habitualmente en los fracasos colectivos, compartidas. Los jugadores de campo estuvieron lejos del nivel mínimo exigible. El portero fue un desastre de unas dimensiones épicas. Su triste figura, como la definió en Marca acertadamente Roberto Palomar, resultó decisiva: jugábamos sin portero. Quizá por eso el entrenador, en su mayor error, ni siquiera acertó a cambiarlo.
Algunos le echan ahora la culpa a Florentino Pérez, pero ese es un ejercicio ingenuo: el presidente del Madrid necesitaba un entrenador –el suyo le había abandonado- y lo encontró en la selección. Cierto es que podía haber buscado en otro sitio, o haber esperado a que alguien nos eliminara o a que ganáramos el campeonato. Pero, por supuesto, en fútbol hay escaso margen temporal, y además Pérez trabaja para su equipo, no para la selección.
Es evidente, sin embargo, que la decisión del presidente blanco perjudicaba a la selección en cualquier caso, ya que añadía un foco de tensión innecesario, pero tampoco era el fin del mundo: ¿a quién le iba a importar, una vez terminada la competición, que el entrenador guipuzcoano hubiera fichado por el Madrid?
Responsabilizar al ex seleccionador tampoco parece un argumento suficientemente sólido: Lopetegui pretendía concluir el Mundial para el que había preparado a sus jugadores. Que hubiera ampliado su contrato con la Federación y que después hubiera preferido irse al equipo de La Castellana no supone una afrenta de dimensiones colosales. Le requería uno de los más anhelados equipos del mundo: no resultaba fácil negarse.
Aunque pudo, sí, esperar. Y arriesgarse. Pero los humanos somos ambiciosos, y a menudo carecemos de la paciencia debida. En todo caso, él no abandonó a sus jugadores, ni tampoco a la selección: simplemente, había configurado su futuro, su salida, para unas semanas después. ¿Tan perniciosa era para España su postura?
Pérez pudo haber tenido más tacto, sí. Lopetegui pudo haber sido más cauto, también. De Gea podía haber parado algo, al menos algo. Hierro podía haber tomado nota de la actual inexistencia deportiva del guardameta del Manchester United. Y nos hubiera ido mejor. Pero la decisión de Rubiales marcó el camino a casa desde el instante en el que la tomó. Y nadie debiera tener la capacidad de juguetear con los sentimientos de todo un país por su majadera ignorancia.