¿Qué tenían en común Domingo Batet Mestres, Miguel Campins Aura y José Aranguren Roldán? De entrada, que todos ellos habían llegado a ser generales con una irreprochable hoja de servicios, en la que entre otros hechos de mérito y sacrificio se contaba la exposición de sus vidas en operaciones bélicas, en las campañas de Cuba (Batet) y África (Campins y Aranguren). También coincidieron los tres en mantenerse leales al gobierno legalmente constituido en el verano de 1936, cuando algunos compañeros suyos de armas se las apropiaron para sublevarse contra la República. Y una tercera circunstancia compartida fue que a los tres se les impidió morir de muerte natural: perecieron acribillados a balazos por un pelotón de fusilamiento.
¿Qué tienen en común, hoy, Batet, Campins y Aranguren? Que ocho décadas después de su muerte, y a efectos legales, los tres siguen teniendo la condición de delincuentes, en concreto de reos de rebelión militar, delito por el que se les condenó en consejo de guerra sumarísimo cuyas sentencias nunca han sido legalmente revocadas. Tres hombres sin tacha -entre muchos otros a los que se podría mencionar- que más de cuarenta años después de la muerte del dictador que tomó el poder como consecuencia de aquel alzamiento, y que bendijo con diligencia la ejecución de dos de ellos, continúan sin ser rehabilitados.
Hubo una ocasión para desfacer este entuerto, enmendar la infamia y, en definitiva, revertir el despropósito colosal de que los alzados se permitieran condenar como rebeldes a quienes no empuñaron las armas contra quienes se las habían dado. Fue en la tramitación parlamentaria de la Ley 52/2007, de Memoria Histórica. Sin embargo, en aquella ocasión, el PSOE optó por la tibia solución de sustituir la nulidad radical de esas sentencias ignominiosas por una vaga y vaporosa declaración de que los tribunales que las dictaron fueron ilegítimos. Alguien alegó que había dificultades técnicas para revisar sentencias firmes de manera general, como si el legislador no pudiera disponer de la validez de actos manifiestamente viciados, con el único límite de la Constitución, que más que vedar impone que se preserve el derecho al honor y a la justa memoria de hombres represaliados con iniquidad. Sea como fuere, la cosa quedó a medio hacer.
Ahora la ministra de Justicia acaba de anunciar que por fin hay en España un gobierno con la determinación de llevar a las Cortes una ley que deshaga tamaño atropello. Nunca es tarde si la razón, la piedad y la justicia se abren paso. Quienes hemos tenido la ocasión de examinar los sumarios de esos consejos de guerra, grotescos simulacros de juicio ventilados con desprecio del derecho de defensa, sin renunciar a dar crédito a testimonios falsos -incluso de personas que no podían atestiguar los hechos de los que daban fe por no encontrarse donde acontecieron-, no podemos sino saludar como un ejercicio de ineludible reparación que alguien se atreva a sacudirse remilgos sin sustancia para otorgar a esos hombres apisonados por la Historia lo único que a estas alturas podemos darles: una memoria digna y veraz.