Yo no sé cómo se borra un amor. No hay método. Más bien un día te despiertas y notas que se te fue el espíritu negro del cuarto, que se te voló como un fantasma. Mira que uno intenta arrancárselo por largo tiempo y no hay forma; él solo se desprende, él solo se suda. A mí me parece un milagro que el amor tenga esa capacidad de fuga, me parece un milagro poder librarse de él con toda ciencia y que no se vuelva un gato que te fusila los ojos desde el suelo de la cocina, que no se vuelva una enfermedad terminal, que no se vuelva eterno el amor, como un complejo o una hipoteca. Cuando el amor dañino se va, a mí me parece que uno pierde peso, como eso que dicen del alma y sus 21 gramos.
Yo no sé cómo se borra un amor áspero; pero entiendo que tiene que ver con recuperar otro, uno que debió siempre ser el primero: el amor propio. Yo milito en el hambre que siento hacia mí misma, un ser rarísimo que no termina nunca de conocerse, una mujer con la que celebro la primera cita todos los días del año: es vulgar y a ratos sarcástica, casi siempre errante y a pesar de todo, tierna. Por eso vivo sola y duermo sola, porque estoy estudiando cómo quererme y esa es una tarea que le lleva a uno toda la vida.
Ahora está mal visto lo de amarse hacia adentro: nos obligan a la modestia y por eso nos condenan a la fragilidad. Nos convierten en adultos quebradizos, en amantes patéticos, temerosos de quedarse a solas consigo mismos por si ya no se desean, por si ya no saben acariciarse: nos han dicho que el terror es una habitación vacía, un teléfono móvil sordo.
Pienso en un epigrama de Javier Egea:
¿Que cómo me enamoré?
-No podrán con nosotros, le dije.
Y seguí mi paseo solitario.
Puede uno quitarse de todo; dejar de tener vicios para dejar de tener amos. Puede uno reencontrarse con el propio esqueleto, con el propio cráneo, con el lóbulo y la ingle y las uñas. Seguro que a partir de ahí el cuerpo ajeno se festeja más, como un regalo y no como un trasplante, como un recreo y no como una ortopedia. Decía Carlos Boyero que él se follaría, pero que nunca se casaría consigo mismo. No es un mal comienzo si se decidiese también a quedarse a dormir, a fumarse un cigarro en el espejo.
Últimamente hablo mucho de esto porque tengo una amiga que se está divorciando después de un matrimonio de veinte años. Le he dicho que se compre un vestido y que abra las ventanas; que se invite a un vino blanco y que se pinte los labios: ya no está de luto. ¿Verá ella lo que yo veo; verá que es hermosa y valiente, verá que es joven y que está viva, o sólo le queda ya en los ojos el reflejo nublado del esposo? Apuesto a que veinte años viendo el mundo a través del globo ocular de otro hace que uno gane cientos de dioptrías.
El otro día le pregunté a mi amiga que qué era lo primero que quería hacer ahora que iba a vivir sola. “Cambiar el colchón”, me dijo, y me pareció rompedor y hermoso. Le contesté que la entiendo: de un amante insignificante uno se deshace cambiando las sábanas, pero de un amor, de un viejo y terrible amor, de un amor tan sacro y dogmático al que encomendar la vida… de ese amor sólo se libra uno tirando el colchón y estrenando uno nuevo. Uno que aguante, por fin, sólo nuestro propio peso.