Sin comercio no habría civilización. La voz “comercio” cuenta con varias acepciones. La tajante sentencia con que acabo de abrir este artículo se refiere al intercambio de bienes y servicios, pero interesa llevar el foco a otra acepción: tienda, establecimiento. Vi con mis propios ojos, en los años setenta y primeros ochenta, ciudades sin tiendas, o con apenas un puñado de simulacros de tal. Recuerdo el Bucarest fantasmal de Ceaucescu o la Sofía de Thivkov. Dos pesadillas, con la excepción de una pequeña isla de sentido, un café estilo vienés en la capital de Bulgaria, cerca de las embajadas.
Como si se tratara de un reflejo, de una pulsión atávica que arrancara de sus raíces más contrarias a la libertad, la izquierda española, en pleno siglo XXI, está exhibiendo una aversión al comercio sobre la que debería reflexionar. Abrir una tienda exige arrojo, un proyecto, riesgo, mucho trabajo, y superar un sinfín de obstáculos burocráticos, muchos de los cuales serían prescindibles con administraciones menos auto referenciales, más orientadas a facilitarle la vida al administrado. Máxime cuando ese administrado se dispone a acrecentar la gran red de autónomos y pequeñas empresas que constituyen un entramado insustituible en nuestra economía.
Pagan sus impuestos, generan empleo, facilitan la vida de la gente, aumentan y diversifican la oferta, dan vida a las calles, hacen sostenibles los municipios y todos sus servicios. Y el mensaje que le envían los gobernantes de familias políticas que se pretenden progresistas es que las facilidades no serán para ellos sino para una competencia ilegal a la que auténticas mafias suministran productos a veces falsificados y siempre sin control.
Premian pues a quien no respeta las leyes ni paga los preceptivos impuestos, y castigan al ciudadano cumplidor que se gana la vida caminando por su precario cable de funambulista para llegar a fin de mes sabiendo que el día menos pensado todo se puede desmoronar. Y que, en tal caso, tendrá que responder con todos sus bienes presentes y futuros.
Ni siquiera se ha desarrollado de verdad una tabla salvavidas para que los que fracasan no queden fuera de juego para siempre. La segunda oportunidad es casi imposible en España, por mucho que anteriores gobiernos llamaran así a un laberinto normativo que, para empezar, exige de abogados que el afectado no puede pagarse en su situación. Me reafirmo: solo una aversión profunda al acto civilizador del comercio explica la laxitud infinita —y aun la simpatía— para con quienes compiten sin sometimiento a ley alguna.