Hace una semana descubrí, gracias a la cuenta de Twitter de Fuerzas Especiales, Triple 9, un thriller de 2016 de John Hillcoat, el director de La carretera, que en su momento pasé por alto. Por resumir, Triple 9 es un policíaco áspero, sombrío y atmosférico en la línea del Heat de Michael Mann, tiroteos montaraces incluidos. Un pequeño tesoro sin demasiadas pretensiones y que escapó en su momento del radar de la crítica cuando sin duda alguna merece un puesto de honor entre los mejores thrillers de lo que llevamos de siglo.
Triple 9, por cierto, incluye eso tan buscado por los aficionados al género: escenas de acción (más o menos) realistas, en este caso la de una redada que permite ver las tácticas empleadas por la policía para asaltar, habitación a habitación, un apartamento en el que se ha atrincherado el narcotraficante de turno.
Pero Triple 9 no es el objeto de esta columna. El tema es que, después de ver la película hice eso que suelo hacer cada vez que una película (o un libro o un disco) me gusta: leer lo que se ha escrito sobre ella. Y ahí, en una de las reseñas de la película escrita en no sé qué diario estadounidense, leí una alabanza a la actuación de Kate Winslet.
"¿Kate Winslet?", pensé. Hasta donde yo había visto, Kate Winslet no aparece en la película. "Quizá tiene un papel muy secundario en el que ahora no caigo". Pero no: la reseña hablaba de un papel principal. Así que busqué en Google y ahí la vi. Efectivamente, Kate Winslet interpreta en Triple 9 a Irina, la jefa de la mafia judía de origen ruso, la Kosher Nostra.
Imposible reconocerla. Tampoco soy original en esto. Por lo que veo, los artículos titulados "¿Reconocerías a Kate Winslet si la vieras ahora por la calle?" son, desde hace años, un género periodístico propio en la prensa rosa británica y americana.
Sea lo que sea lo que se haya hecho en la cara, Kate Winslet es ahora otra señora cuyo parecido con la original es pura coincidencia. Porque Winslet no se ha retocado: se ha reconstruido. Por supuesto, perdiendo cualquier personalidad por el camino. Decía Oscar Wilde que sólo puedes ser tú mismo porque todas las demás opciones ya están cogidas. Que Winslet no ha leído a Wilde es obvio. Por desgracia para los que creemos en la idiosincrasia y abominamos de las colectividades, ahora hay una Kate Winslet menos en el mundo y una rubia de pómulos y nariz afilada duplicada.
Existen decenas de webs y de artículos más o menos cabrones que recogen fotos de los actores, los cantantes y las estrellas de la TV que se operan al cumplir los 40 o los 50 años y que acaban pareciendo "la misma lesbiana vieja" (la expresión se ha popularizado de unos años a esta parte y es ya habitual en la prensa anglosajona). Clásicos de estas listas son Jon Bon Jovi, Sting, Paul McCartney, John Travolta, Rob Lowe, Michael Douglas y Al Pacino. Tom Cruise va camino de ellas. Brad Pitt, Bradley Cooper y Ben Stiller, también. A Mickey Rourke hay que darle de comer aparte.
La clave en la expresión "la misma lesbiana vieja" es la palabra "misma": todos se retocan para parecerse cada vez menos a sí mismos y más al resto de retocados, en una deriva masiva de convergencia hacia un mínimo común denominador francamente absurdo.
En el caso de las mujeres, esa ansia de convergencia hacia la despersonalización radical acaba convirtiéndolas en clones del arquetipo de lo femenino de una drag queen del carnaval de Las Palmas de Gran Canaria. Ese arquetipo cuyo parecido con una mujer real es, también, pura coincidencia. A los 40 o los 50, recién retocadas, las caras de estas actrices, cantantes y famosas aún conservan rasgos levemente distintivos. A partir de los 60 y los 70, todas las actrices de Hollywood son la misma actriz de Hollywood y pobre de aquel al que le sea encomendada la misión de distinguirlas.
Lo cual, ya me perdonarán, pero me parece una idea digna del que asó la manteca. Tras convertirte en el ideal de belleza de millones de hombres y mujeres de todo el mundo, te operas para acabar pareciéndote a una caricatura deforme de lo femenino. Es decir, a ti misma, pero pasada por el filtro hiperbólico de unos extraños cuyo prototipo de la mujer "perfecta" se parece tanto a una mujer de carne y hueso como la pornografía al sexo real.
Entre el ensalzamiento de las identidades más minúsculas e irrelevantes posibles, la conversión de las enfermedades en motivo de orgullo personal, la sustitución del héroe por la víctima de agresiones imaginarias en la escala de valores morales y los ideales estéticos sacados de una película de John Waters, nos está quedando un siglo XXI de lo más grotesco. Valle-Inclán se habría retirado ya a un monasterio, abrumado por la sobredosis sensorial de esperpentos.