La Preysler ha sido fotografiada, espléndida en bikini, a los 67 años mientras pasa unos días con su Mario en Maldivas. Aplaudo. No sé qué me gusta más: su tipazo, que esté allí con un Premio Nobel, o imaginármela en esas aguas cristalinas mientras yo me levanto temprano para ir a trabajar en pleno agosto.
No lo digo con retintín. Siempre he defendido que la consecución de la felicidad la determinan las decisiones que tomas a lo largo de tu vida y, desde luego, querida Isabel, tú has decidido bien. No hay mas que verte.
Le dijo Hasta luego, cocodrilo a Julio porque estaba hasta la seta de la cornamenta cuando muchas, en su piel, habrían aguantado lo inaguantable con tal de figurar al lado de ese señor tan bronceado; se casó luego con un aristócrata, que suena de lo más pintoresco y entretenido; le dejó por un ministro sumamente inteligente y, ahora, con sesenta y siete tacos, se pasea por los mundos de Dios con (tachán, taaaaaachán...) Mario Vargas Llosa, cubierta de trajes impecables y con unos taconazos con los que yo me partiría la crisma.
Coincidí con nuestra Isabel en un evento no hace demasiado. Vamos a saludarla, me animó el amigo al que yo acompañaba. Yo paso, contesté. Nunca he sido fan de saludar a desconocidos, menos si son famosos. Cuál fue mi sorpresa cuando ella se acercó para presentarse, al igual que hizo con los otros diez o quince integrantes del festejo, solo que los otros, a diferencia de servidora, eran diplomáticos o directores de cine. Y es que la educación no depende de quién tengas enfrente. Sonrisa en ristre, amable y cercana. Qué tía más maja, qué elegancia y qué complexión, madredelamorhermoso. Pero lo que más me llamó la atención de nuestra Isabel no fue esa anatomía privilegiada que se marca (operada, sí; privilegiada, también), sino que desprendía una alegría y una ligereza en sus movimientos dignas de una treintañera en buena forma. ¡Pero si no he traído abrigo!, espetó pizpireta mientras rebasaba el guardarropa, al salir de la fiesta.
Sí, ya sé, que la vida resulta más fácil y feliz cuando chorreas dinero, pero no todo el mundo se lo aplica. Para muestra: el botón de Christina Onassis. Siempre me ha provocado mucha tristeza la historia de esa mujer: rica hasta decir basta, desgraciada hasta la médula.
El caminar de la Preysler es el de una señora que nada entre masajes, tratamientos faciales, cirujanos plásticos y entrenadores personales; es, también, el de una mujer que vive entre libros, se codea con lo más granado de la sociedad mundial, y que seguro se pasa lo que piensen de ella por el mismísimo arco de triunfo. Esto último es, probablemente, la clave de esa misteriosa fascinación que provoca. La Preysler está muy por encima de esos cansinos "Qué bien vives" y "Cómo te lo montas" que los demás justificamos sin razón.
La noticia sobre el bikini nos informa de que Isabel "dedicaba su tiempo a tomar el sol, leer, pasear por la blanca arena y descansar" y que la cabaña en el complejo Cheval Blanc Randheli, que en realidad es un casoplón divino de trescientos cincuenta metros cuadrados, cuesta 3.600 euros la noche. Vuelvo a aplaudir. Porque la pareja podía elegir entre gastárselo en el palacete de Maldivas, rodeados del verdadero lujo que es la tranquilidad, o en una cena en algún restaurante ultramoderno de Ibiza (por decir algo), para que el común de los mortales les mirara desde la barrera de la zona VIP, mientras la música chundachunda les reventaba los tímpanos. De nuevo, Isabel: has elegido bien.
La culpa y el masoquismo, tan presentes en las vidas de las féminas, no parecen existir para la Preysler. Imagino que Isabel, entre todas las opciones que le ofrece la vida cada día, elige la que mejor le va a sentar a ella. Lo de regodearse en la viudedad y la desgracia va a ser que no, que la vida no se acaba ni a los cuarenta, ni a los sesenta. Y ancha es Castilla. Ande ella caliente, a quién le importa, que diría Alaska.