Los despachitos de Quim Torra con el prófugo reflejan una feliz coyunda internacional en Waterloo. Desde allí amenazan a la Constitución del 78 como para justificarse ambos. Allí, el disparate del Estado autonómico se cubre de gloria y de periodistas de la cuerda. En Bélgica, además de rencor histórico, mala leche, falsa neutralidad de los jueces y mejillones, hay un Palacio feo de la Generalitat donde se cuece una autonomía volcada al desastre.
Waterloo refleja la Cataluña pensante; que lo de debajo de los Pirineos es tierra subsidiaria con lacitos, una delegación en vísperas de liarse a tortas por culpa de horteras plásticos amarillos. En la Cataluña ibérica anda acampado el primer ejército del lazismo, una ideología que ocupa calles y pasa alienada las tardes del sábado. En Waterloo se deciden las líneas maestras de Cataluña, mientras que de Llivia hacia el Sur la calle es de los brazos armados de Puigdemont. Entre Waterloo y el payés que pone lazos y cruces se crea un país que será reconocido por la Gagauzia, la Transnistria y hasta por la región autónoma del quinto pino. A una llamada patriótica de Waterloo responden prietas las filas de los lacistas; acaso porque Puigdemont manda, Torra lo pone en papel timbrado y los catetos hacen la calle suya con cachondos flashmobs. Lo que no es CDR es contrarrepublicano y radical. Y Lledoners y Lérida, virreinos de la cosa: ermitas para la romería del Rocío catalán donde, más que a caballo, la cosa va de honrar al osito santurrón.
Los escraches al juez Pablo Llarena, los insultos a Arrimadas, anuncian otra forma de construir una independencia tácita que Sánchez medio ha consentido: hasta que le enmendaron la plana desde la cofradía de la magistratura. Pero la teoría y la práctica del lazismo evidencia que los indepes tienen mucho tiempo libre, y en toda esta movida de santificar a los golpistas se han formado nuevas parejas y futuras familias.
El lazismo es un movimiento intergeneracional, una Crida improvisada donde hay niños y abuelos que se saben en una etapa histórica. Los nacionalistas han descubierto las bondades de formar el lío en la puñetera rue en el dulce otoño catalán. Poniendo las cruces, la mitad de Cataluña se ha encontrado a sí misma. El seny, al final, resultó un invento de los españoles para violentarles la Arcadia feliz.
Cada lazo amarillo equivale a una persona física de la República catalana. Sus héroes de plástico amarillento son patrimonio nacional. Puigdemont y Torra, entretanto, la necesaria burocracia.