Tengo por ahí un par de artículos nacionalistas. Son de cuando yo pensaba que una hipotética Cataluña independiente sería un edén racionalista y neoliberal. La Massachusetts del Mediterráneo y tal. Rascacielos en las Ramblas y Steven Pinker dando clases en la Pompeu Fabra.
Bernat Dedéu, Jordi Graupera, Enric Vila y algún otro lo siguen creyendo, aunque a ratos se les intuye el desengaño. Creo que han empezado a asumir que el catalán medio se identifica más con Ada Colau y los rústicos de los tractores que con Francisco Cambó, para desgracia del catalán medio y de los que hemos de compartir ciudad con él.
Un buen amigo mío sueña con una Cataluña a la israelí. Con Mossos entrenados por el Mossad, empresas de tecnología punta en Vic, leyes de destierro para perroflautas y John Millius de presidente. Le compro la utopía, pero jamás se hará realidad: las elites catalanas son rurales y curiles a derecha e izquierda. Sobre todo a izquierda.
En fin. Por algún lado me tenían que salir treinta años de adoctrinamiento y me salieron por ahí. De niño, cantábamos cada día Els segadors antes de empezar las clases por la mañana. La profesora nos afeaba nuestro escaso oído musical pero de lo de “buen golpe de hoz, afilemos las herramientas, que tiemble el enemigo” en boca de doceañeros le sonaba a coro de querubines celestiales.
Por las ventanas de mi instituto de la avenida Gaudí de Barcelona se veía, a la remanguillé, la Sagrada Familia. Nos decían que no había nada igual en todo el mundo. Luego empiezas a viajar y descubres que todas las ciudades del mundo tienen algo que no tiene igual en el resto del mundo. Pero en ese momento yo no le veía nada raro a la baba cuatribarrada que los profesores derramaban a diario sobre nosotros. Era lo habitual. A esa edad te dicen que eres especial y te lo crees porque la alternativa (ser igual que tus vecinos) suena peor.
Otros se hacen comunistas y no salen jamás de esa mierda. A mí se me pasó relativamente rápido el nacionalismo. Pero durante unos meses, todos los que ahora se cuelgan el lazo amarillo en su perfil de Twitter me consideraron un héroe por “decir las cosas claras”. Se entiende. Llevaban décadas leyendo prensa catalana y el cuerpo les pedía un estilo más masculino que la melosa bazofia afrancesada que se estila por estos pagos, a fin de cuentas la retórica cursilona del cacique que se sabe sin oposición y puede dedicarse a plagiar impunemente artículos del Courrier International. Sólo hay una cosa más ridícula que un alemán bailando reggae y es un escritor de provincias con pretensiones de malote fino.
Ahora, los del lazo me llaman "cuñado" y me preguntan en los bares si Pedro J. me paga lo suficiente por “hacerle esto a Cataluña”. Se les ve oprimidos, con el gintonic en la mano. Todo lo que antes les parecía en mi boca la santa palabra de Dios son ahora fake news.
Pero a esos te haces. Peores son los otros. Los madrileñitos y galleguitos de izquierdas que comparan el nacionalismo catalán con un supuesto nacionalismo español. Alguien debería explicarles la diferencia entre patriotismo y nacionalismo. Que básicamente consiste en que el primero cree que su país es la hostia, mientras que el segundo cree que él (personalmente, en pelotas frente al espejo y en razón del pago administrativo en el que ha tenido el azar de nacer) es la hostia y los demás, una mierda. Cuando los supuestos mierdas viven en su mismo edificio, el nacionalismo se encuentra a un paso del nazismo.
Explicado de otra manera. La diferencia entre un patriota que se caga en todos los muertos del prusés y un nacionalista que se caga en todos los muertos de los colonos que han venido a afearle el paisaje es la que va de la rabia al asco. Lo explica aquí Cayetana Álvarez de Toledo. La rabia es coyuntural y tiene vuelta atrás. El asco es una enfermedad crónica.
No digamos ya si la izquierda nacional contribuye a equiparar moralmente ambas. “Ni rabia ni asco”, dicen. No, miren. No es lo mismo: la rabia es reactiva y el asco, proactivo. La primera puede provocar guerras. La segunda, genocidios, y es residual en la mayoría de España, salvo en Cataluña y el País Vasco. Y eso no quiere decir que esa sea la situación en esas dos regiones. Sólo que, en otras circunstancias históricas y políticas, como por ejemplo las existentes en la década de los años 30 del siglo pasado, podría serlo. No parece tan difícil de entender.