Nunca quise ser mayor: llevar bolso en lugar de mochila, salir con chicos y tomar decisiones me parecía un coñazo supino. Me lo parecía porque lo es. Por eso, cada septiembre, se me encasquilla la melancolía: yo no quiero tener hijos que vayan al cole; yo quiero ir al cole.
Quiero pasarme dos meses y medio rebozándome en la arena, sin que me moleste el picor de la sal en la piel, sin que las manchas solares invadan mi jeta, sin preocuparme por si los postres engordan. Quiero llorar al despedirme de los colegas de mi Verano Azul particular y tener el absoluto convencimiento de que no superaré nunca esa tristeza devastadora. Y que se me pase nada más encontrarme con mi compi de pupitre.
Quiero volver a soñar, cada comienzo de curso, que se me olvidan todos los libros, que llego sin zapatos al cole, que la monja de turno me manda a casa porque llevo bañador en lugar de uniforme.
Quiero estrenar lápices, libretas y gomas de borrar con olor a fresa, y que esas piernecitas morenas, que contrastan con los calcetines blanco fluorescente, sean las mías. Que los zapatos novísimos estén en mis pies. Que mi cabeza la ocupen dos coletas perfectamente simétricas y gemelas que en tres horas no se parecerán en nada la una a la otra. Que las costras adornen mis rodillas durante años, sin pausa.
Quiero sentirme mayor al ocupar la clase de los mayores, comprobar que la mala leche de la de latín tampoco es para tanto. Quiero que "La Seño" requise los papelitos que circulan por la clase a modo de WhatsApp rústico.
Quiero fabricar “arena fina” rascando con mis manitas el suelo del patio, modelar pelotas de barro y meterlas en el congelador para desgracia de mi pobre madre, confeccionar pulseras de plástico compulsivamente. Qué habría sido de nosotras de existir móviles y demás pantallas. Qué será de esos niños cuyo ecosistema se reduce a un cuadradito de cristal.
Quiero irme de colonias a Torrebonica para cuidar conejos, y que una amiguita me termine la trenza porque yo no llego.
Quiero ignorar que hay vida más allá de esos muros grises que contienen mi maravilloso mundo de saltos a la comba, a la goma y a la rayuela. Voy a masticar papel y luego lanzar la bola informe para que se quede pegada al techo. Qué divertido, qué asqueroso. Ojalá Óscar reventara otra vez un Típex contra la pizarra tiñendo nuestras cabelleras de tinta blanca imborrable. Quiero volver a bailar la Lambada con veinte niñas por los pasillos y que Sor Gracia nos castigue. Quiero tirarme de culo por las escaleras desgastadas que daban al gimnasio mientras Sor Gonzaga grita mi apellido, desquiciada.
Quiero vivir en comuna perpetua con mis compis del cole, incluso con las que no soportaba, con las que no soporto. Porque sin ellas no sería lo mismo. Quiero que me guste un chico, o dos, o catorce. Y que no pase nada.
Quiero reservar la Súper Pop los jueves en la papelería de mi pueblo, para hojearla sentada en la puerta de mi colegio mientras espero con Luisa García a que pase en moto el chico que nos gusta. Uno de los catorce que nos gustan.
Quiero hacer los deberes rapidito para bajar a la calle con mis vecinos del tercero. Gritar sus nombres: Ireneeeee, Manueeeel, Beaaaa. Que se asome vuestra madre por la ventana y me diga "Mari, guapa, ahora bajan", con esa sonrisa paciente que todavía me regala de vez en cuando. Y jugar sin mirar el reloj, porque los adultos se encargan de marcar las horas.
Quiero volver a escuchar aquel texto de mi profe de catalán en el que recordaba sus años de escuela mientras se le saltaba la lágrima a ella y a mí. Ella me doblaba la edad. Yo se la doblo a ella ahora.
Quiero que los años pasen lentos otra vez y sentir que esto nunca se acabará, porque es lo único que conozco. Y me gusta.
Quiero escribir con boli borrable, por si acaso. Que la vida sea borrable, por si acaso.